Yo Capitán: La regurgitación reaccionaria que sabe apantallar
POR: JOSÉ LUIS SALAZAR
09-03-2024 15:56:14
El director Matteo Garrone, quien se hizo nombre con películas de las problemáticas sociales, la violencia y el crimen en su patria, Italia, ha decidido pasar de la crítica a la adulación presentándola como la tierra de ensueños que ha de civilizar a la manada de salvajes que tocan su suelo. Yo Capitán, que estrena este 7 de marzo en salas nacionales, nos invita a vivir la migración como una exótica aventura por el precio de un boleto de cine.
La Academia se jacta de dos cosas: ser la institución cinematográfica de mayor injerencia en el mundo y, por ende, representar en sus premiaciones lo mejor del cine internacional gracias a una cada vez mayor plantilla de miembros de origen extranjero.
Ninguna de las dos del todo cierta.
La premiación ha intentado desesperadamente en los últimos años validarse de nuevo frente al panorama fílmico internacional que ha visto históricamente más discursos políticos escuetos, campañas publicitarias y espectáculo que calidad cinematográfica en sus selecciones. Si tomáramos las dos décadas previas de ejemplo encontraríamos nominadas y ganadoras como Erin Brokovich, Gladiator, A Beautiful Mind, Moulin Rouge, Ray, Million Dollar Baby, Mystic River, Atonement, Precious, etc. Ni una Palma de Oro ni un León de Oro. El mundo empezaba en Texas y terminaba en Washington.
Cuando Abbas Kiarostami se alzaba en Cannes por Taste of Cherry, del otro lado del globo lo hacía James Cameron con Titanic. En el 95 cuando Theo Angelopoulos, Emir Kusturica, Ken Loach y Jafar Panahi presentaban sus mejores obras, la Academia se debatía entre Apollo 13, Babe o Braveheart. Y así se podría hacer con todos los años; uno antes estaba entre Forrest Gump o The Shawshank Redemption, uno después entre Jerry Maguire o The English Patient. El cine estadounidense al menos en festivales y premiaciones internacionales no figuraba.
En estos últimos años la Academia consciente de la caída de espectadores y de la pobre acogida internacional en festivales de sus títulos se ha volcado a incluir, más que premiar, los logros externos. All Quiet On The Western Front, Anatomy Of A Fall, The Zone Of Interest, Parasite, Triangle Of Sadness, Drive My Car y Roma son ligeros signos de cambio, aunque para sus votantes son síntomas de una enfermedad por erradicar.
En 2019 Parasite se hizo con la estatuilla y casi inmediatamente Donald Trump expresó lo siguiente: “Qué malos fueron los Oscar este año. Y el ganador es… una película de Corea del Sur. ¿Qué diablos fue eso? Suficientes problemas tenemos con el comercio en Corea del Sur ¿y además les dan la mejor película del año? Estoy esperando que recuperemos algo, como Lo que el viento se llevó ¿podemos recuperarla? Sunset Boulevard, hay tantas películas grandiosas. Pensé que era la mejor película extranjera, la mejor película extranjera. No la mejor”.
El conductor Jon Miller fue más extremo al declarar en televisión abierta tras el triunfo de Bong Joon-ho: “Esta gente es la destrucción de América”.
A los extranjeros a su categoría o como suelen decir: levánteles un muro. ¿Quién quiere oír a un tal Hamaguchi o al León de Oro de Venecia si puede, como en los viejos tiempos, tener a Michelle Obama presentando un galardón disputado entre una película dirigida por Ben Affleck sobre la CIA interviniendo en Irán (Argo) o una sobre las aguerridas mujeres de la CIA torturando en Medio Oriente para atrapar a Bin Laden y mejor aún, dirigido por una mujer (Zero Dark Thirty)?
Quitando la ironía por un momento, la Academia y sus votantes, pese a los diminutos y graduales cambios, optan por sus intereses, dentro y fuera de la pantalla. A los gringos la gloria, al foráneo la muerte.
Incluso la categoría a película extranjera no se ha librado de retratos de podredumbre y entre más exóticos, mejor. Si no hay películas de la segunda guerra mundial y el holocausto judío, en ese caso niños descalzos matando por comida o de soldados peleando duro contra talibanes. Vease Ajami, Beaufort, Mongol, Katyn o la gala de 2015 donde Son Of Saul le ganaba a Theeb y a A War. Este año la respuesta reaccionaria a un conjunto de nominadas sorprendentemente bastante destacable viene de Italia con Yo, Capitán.
Seydou y Moussa son dos jóvenes quinceañeros senegaleses que a escondidas de su familia deciden partir rumbo a Europa. En el camino sortearan toda serie de peligros como la extorsión de dos policías en Mali, el secuestro y tortura de la mafia libia, el arresto por la guardia fronteriza, las inclemencias del Sahara, ser vendidos a esclavistas y conducir un barco repleto de migrantes moribundos.
Matteo Garrone gusta de torturar a sus protagonistas. A Moussa no le deja más alternativa que esconder su dinero dentro de una bolsa metiéndolas en su trasero para evitar ser asaltado. Días después atrapados por la mafia libia son forzados a ingerir laxantes, defecar y hurgar en su mierda. Para Garrone y la audiencia que busca atraer es un chiste coprofilico, Moussa y, quiero creer, algunos otros verán una inhumana tortura que agrede no a una persona sino a un sector: los migrantes.
De la misma forma se filman cuerpos en el desierto, muertos apilados en prisiones, cautivos siendo torturados y quemados vivos y a Seydou que además de severamente desnutrido y golpeado lo cuelgan de ganchos como res en carnicería. La película lanza obviedades: el camino de los migrantes es peligroso. Las imágenes de “La bestia” en Latinoamérica o los barcos hundidos del Mediterráneo son una imagen muy presente en el imaginario social. Lo que busca Garrone no es remitirlas sino a recrearlas para goce ajeno porque, quiere que vivamos, por el precio de un ticket de cine, la experiencia de migrar.
Hace casi una década Desierto, de Jonás Cuarón, buscaba la misma sensación del espectador. La inmersión en la historia de dos migrantes que buscan sobrevivir de un cazador racista que les dispara como conejos en el desierto; convertir los peligros de los migrantes en un thriller de acción. Aún con lo sórdido y deplorable de su propósito, Cuarón al menos tenía una sutil diferencia con Garrone, a su cazador le ponía una cara socio-demográfica. La del republicano que al día de hoy sigue luchando por leyes que le permitan dispararle a migrantes sin enfrentar cargos.
Garrone por otro lado vuelve un continente entero en tierra de salvajes. Así transgrede físicamente sus cuerpos y les quita toda dignidad, así los criminaliza. La migración no es producto de la violencia, el abandono institucional y la precarización sino de un necio capricho adolescente y de la desmedida ambición. De Dakar al Mediterráneo no hay nada, solo prisiones, cuerpos, desiertos y tierra por la que corren niños descalzos; todo dominado por matones, mafiosos, traficantes y esclavistas. Un continente sin paz y sin ley.
Apenas tocando Italia se asoma otro mundo. El de humanos civilizados que te estiran la mano, ya no de bestias que apuntan y disparan.
Me parece irónica la dicotomía de un mundo que se tapa los ojos con el argumento de “no convertir la guerra en un espectáculo” para justificar su indiferencia a Sudan, Palestina o Niger mientras acude al cine a deleitarse con la barbarie ficcionalizada. Se atreven a vivir tranquilos en un mundo que permite este horror sin la decencia y consideración de verlo y reconocerlo para, en su lugar, ir a una sala a darse golpes de pecho y decir, en voz baja, emocionado al borde del asiento después de dos horas de migrantes muertos y torturados: “qué horrible debe de ser vivir allá”. La fascinación y curiosidad amarillista del europeo y el gringo ante estos lugares extravagantes y peligrosos, el miedo y el consuelo del latinoamericano que observa su vida y dice “podría estar peor, gracias a Dios no”.
La misma película que hemos consumido, masticado y saboreado año tras año. Pobres violentados, acribillados en la acera, asesinos morenos y la turba ignorante, cruel y despiadada. Una regurgitación más que la Academia no se pudo contener de volver a probar y dejarse seducir.
Mientras hablan de la ansiedad de los perritos y la gente neurodivergente a causa de la pirotecnia, hay gente que muere entre los escombros y ciudades arrasadas con bombas. Se han volcado en la apatía, el individualismo, la pretensión de supremacía moral y la vanidad para evitar ser juzgados, a recurrir a discursos “en defensa de la salud mental” para aislarse de la realidad mientras poblaciones enteras pagan las consecuencias de la inacción, del silencio y de la complicidad.
Con Yo Capitán, Garrone hizo el favor de ponerse a sí mismo en el basurero de la historia agrediendo a los migrantes en la pantalla para tener la suerte de, espero que no, conquistar la estatuilla. Aquellos que miran este sadismo mientras se preocupan en nimiedades como si el galardón lo levantará Garrone o Glazer siempre se han merecido ese mismo lugar en la historia. Porque son capaces de mirar la inhumanidad y calificar los encuadres y la fotografía ¿se imaginan lo que harán el día que les pongan un panfleto fascista en la pantalla? Probablemente analizar diseño de producción.
Mientras la ultraderecha se aterra de sus películas de horror de migrantes asesinos, homosexuales que perturban hogares y trastornan infancias mientras se consuela con los héroes de la CIA; la izquierda ideológicamente perdida, apática, reaccionaria y desinteresada consume sensacionalismo y miseria como denuncia y activismo.
Pues los activistas sociales contrarios a quien vio en el Oppenheimer de Christopher Nolan a un atormentado héroe de guerra, no pedían algo mejor sino gritaban deseosos que aparezcan los desmembrados de Hiroshima y Nagasaki a cuadro. Si no aprendemos a autocriticarnos y a dejar de huirle a la realidad seguiremos siendo solo unos morbosos insensibles que tiran alarido idiota en léxico de Tiktok.
El director Matteo Garrone, quien se hizo nombre con películas de las problemáticas sociales, la violencia y el crimen en su patria, Italia, ha decidido pasar de la crítica a la adulación presentándola como la tierra de ensueños que ha de civilizar a la manada de salvajes que tocan su suelo. Yo Capitán, que estrena este 7 de marzo en salas nacionales, nos invita a vivir la migración como una exótica aventura por el precio de un boleto de cine.
La Academia se jacta de dos cosas: ser la institución cinematográfica de mayor injerencia en el mundo y, por ende, representar en sus premiaciones lo mejor del cine internacional gracias a una cada vez mayor plantilla de miembros de origen extranjero.
Ninguna de las dos del todo cierta.
La premiación ha intentado desesperadamente en los últimos años validarse de nuevo frente al panorama fílmico internacional que ha visto históricamente más discursos políticos escuetos, campañas publicitarias y espectáculo que calidad cinematográfica en sus selecciones. Si tomáramos las dos décadas previas de ejemplo encontraríamos nominadas y ganadoras como Erin Brokovich, Gladiator, A Beautiful Mind, Moulin Rouge, Ray, Million Dollar Baby, Mystic River, Atonement, Precious, etc. Ni una Palma de Oro ni un León de Oro. El mundo empezaba en Texas y terminaba en Washington.
Cuando Abbas Kiarostami se alzaba en Cannes por Taste of Cherry, del otro lado del globo lo hacía James Cameron con Titanic. En el 95 cuando Theo Angelopoulos, Emir Kusturica, Ken Loach y Jafar Panahi presentaban sus mejores obras, la Academia se debatía entre Apollo 13, Babe o Braveheart. Y así se podría hacer con todos los años; uno antes estaba entre Forrest Gump o The Shawshank Redemption, uno después entre Jerry Maguire o The English Patient. El cine estadounidense al menos en festivales y premiaciones internacionales no figuraba.
En estos últimos años la Academia consciente de la caída de espectadores y de la pobre acogida internacional en festivales de sus títulos se ha volcado a incluir, más que premiar, los logros externos. All Quiet On The Western Front, Anatomy Of A Fall, The Zone Of Interest, Parasite, Triangle Of Sadness, Drive My Car y Roma son ligeros signos de cambio, aunque para sus votantes son síntomas de una enfermedad por erradicar.
En 2019 Parasite se hizo con la estatuilla y casi inmediatamente Donald Trump expresó lo siguiente: “Qué malos fueron los Oscar este año. Y el ganador es… una película de Corea del Sur. ¿Qué diablos fue eso? Suficientes problemas tenemos con el comercio en Corea del Sur ¿y además les dan la mejor película del año? Estoy esperando que recuperemos algo, como Lo que el viento se llevó ¿podemos recuperarla? Sunset Boulevard, hay tantas películas grandiosas. Pensé que era la mejor película extranjera, la mejor película extranjera. No la mejor”.
El conductor Jon Miller fue más extremo al declarar en televisión abierta tras el triunfo de Bong Joon-ho: “Esta gente es la destrucción de América”.
A los extranjeros a su categoría o como suelen decir: levánteles un muro. ¿Quién quiere oír a un tal Hamaguchi o al León de Oro de Venecia si puede, como en los viejos tiempos, tener a Michelle Obama presentando un galardón disputado entre una película dirigida por Ben Affleck sobre la CIA interviniendo en Irán (Argo) o una sobre las aguerridas mujeres de la CIA torturando en Medio Oriente para atrapar a Bin Laden y mejor aún, dirigido por una mujer (Zero Dark Thirty)?
Quitando la ironía por un momento, la Academia y sus votantes, pese a los diminutos y graduales cambios, optan por sus intereses, dentro y fuera de la pantalla. A los gringos la gloria, al foráneo la muerte.
Incluso la categoría a película extranjera no se ha librado de retratos de podredumbre y entre más exóticos, mejor. Si no hay películas de la segunda guerra mundial y el holocausto judío, en ese caso niños descalzos matando por comida o de soldados peleando duro contra talibanes. Vease Ajami, Beaufort, Mongol, Katyn o la gala de 2015 donde Son Of Saul le ganaba a Theeb y a A War. Este año la respuesta reaccionaria a un conjunto de nominadas sorprendentemente bastante destacable viene de Italia con Yo, Capitán.
Seydou y Moussa son dos jóvenes quinceañeros senegaleses que a escondidas de su familia deciden partir rumbo a Europa. En el camino sortearan toda serie de peligros como la extorsión de dos policías en Mali, el secuestro y tortura de la mafia libia, el arresto por la guardia fronteriza, las inclemencias del Sahara, ser vendidos a esclavistas y conducir un barco repleto de migrantes moribundos.
Matteo Garrone gusta de torturar a sus protagonistas. A Moussa no le deja más alternativa que esconder su dinero dentro de una bolsa metiéndolas en su trasero para evitar ser asaltado. Días después atrapados por la mafia libia son forzados a ingerir laxantes, defecar y hurgar en su mierda. Para Garrone y la audiencia que busca atraer es un chiste coprofilico, Moussa y, quiero creer, algunos otros verán una inhumana tortura que agrede no a una persona sino a un sector: los migrantes.
De la misma forma se filman cuerpos en el desierto, muertos apilados en prisiones, cautivos siendo torturados y quemados vivos y a Seydou que además de severamente desnutrido y golpeado lo cuelgan de ganchos como res en carnicería. La película lanza obviedades: el camino de los migrantes es peligroso. Las imágenes de “La bestia” en Latinoamérica o los barcos hundidos del Mediterráneo son una imagen muy presente en el imaginario social. Lo que busca Garrone no es remitirlas sino a recrearlas para goce ajeno porque, quiere que vivamos, por el precio de un ticket de cine, la experiencia de migrar.
Hace casi una década Desierto, de Jonás Cuarón, buscaba la misma sensación del espectador. La inmersión en la historia de dos migrantes que buscan sobrevivir de un cazador racista que les dispara como conejos en el desierto; convertir los peligros de los migrantes en un thriller de acción. Aún con lo sórdido y deplorable de su propósito, Cuarón al menos tenía una sutil diferencia con Garrone, a su cazador le ponía una cara socio-demográfica. La del republicano que al día de hoy sigue luchando por leyes que le permitan dispararle a migrantes sin enfrentar cargos.
Garrone por otro lado vuelve un continente entero en tierra de salvajes. Así transgrede físicamente sus cuerpos y les quita toda dignidad, así los criminaliza. La migración no es producto de la violencia, el abandono institucional y la precarización sino de un necio capricho adolescente y de la desmedida ambición. De Dakar al Mediterráneo no hay nada, solo prisiones, cuerpos, desiertos y tierra por la que corren niños descalzos; todo dominado por matones, mafiosos, traficantes y esclavistas. Un continente sin paz y sin ley.
Apenas tocando Italia se asoma otro mundo. El de humanos civilizados que te estiran la mano, ya no de bestias que apuntan y disparan.
Me parece irónica la dicotomía de un mundo que se tapa los ojos con el argumento de “no convertir la guerra en un espectáculo” para justificar su indiferencia a Sudan, Palestina o Niger mientras acude al cine a deleitarse con la barbarie ficcionalizada. Se atreven a vivir tranquilos en un mundo que permite este horror sin la decencia y consideración de verlo y reconocerlo para, en su lugar, ir a una sala a darse golpes de pecho y decir, en voz baja, emocionado al borde del asiento después de dos horas de migrantes muertos y torturados: “qué horrible debe de ser vivir allá”. La fascinación y curiosidad amarillista del europeo y el gringo ante estos lugares extravagantes y peligrosos, el miedo y el consuelo del latinoamericano que observa su vida y dice “podría estar peor, gracias a Dios no”.
La misma película que hemos consumido, masticado y saboreado año tras año. Pobres violentados, acribillados en la acera, asesinos morenos y la turba ignorante, cruel y despiadada. Una regurgitación más que la Academia no se pudo contener de volver a probar y dejarse seducir.
Mientras hablan de la ansiedad de los perritos y la gente neurodivergente a causa de la pirotecnia, hay gente que muere entre los escombros y ciudades arrasadas con bombas. Se han volcado en la apatía, el individualismo, la pretensión de supremacía moral y la vanidad para evitar ser juzgados, a recurrir a discursos “en defensa de la salud mental” para aislarse de la realidad mientras poblaciones enteras pagan las consecuencias de la inacción, del silencio y de la complicidad.
Con Yo Capitán, Garrone hizo el favor de ponerse a sí mismo en el basurero de la historia agrediendo a los migrantes en la pantalla para tener la suerte de, espero que no, conquistar la estatuilla. Aquellos que miran este sadismo mientras se preocupan en nimiedades como si el galardón lo levantará Garrone o Glazer siempre se han merecido ese mismo lugar en la historia. Porque son capaces de mirar la inhumanidad y calificar los encuadres y la fotografía ¿se imaginan lo que harán el día que les pongan un panfleto fascista en la pantalla? Probablemente analizar diseño de producción.
Mientras la ultraderecha se aterra de sus películas de horror de migrantes asesinos, homosexuales que perturban hogares y trastornan infancias mientras se consuela con los héroes de la CIA; la izquierda ideológicamente perdida, apática, reaccionaria y desinteresada consume sensacionalismo y miseria como denuncia y activismo.
Pues los activistas sociales contrarios a quien vio en el Oppenheimer de Christopher Nolan a un atormentado héroe de guerra, no pedían algo mejor sino gritaban deseosos que aparezcan los desmembrados de Hiroshima y Nagasaki a cuadro. Si no aprendemos a autocriticarnos y a dejar de huirle a la realidad seguiremos siendo solo unos morbosos insensibles que tiran alarido idiota en léxico de Tiktok.