El Vicepresidente. El poder detrás del poder
POR: FCO. JAVIER QUINTANAR POLANCO
07-02-2019 15:08:05
Desde la ambivalencia sugerida por el título original (Vice), el cineasta, escritor, actor y comediante, Adam McKay es claro sobre cuales serán los dos grandes temas de su más reciente película: por un lado, la vida del personaje clave durante la administración del presidente George W. Bush, y por el otro, la adicción desmedida que el poder genera, y sus -muchas veces poco éticas- maquinaciones para conservarlo y expandirlo. Poder y manipulación que resultan indisociables del personaje en cuestión.
En su nuevo filme, McKay plasma un retrato del controversial Dick Cheney, quien estuvo directamente involucrado en diversas decisiones polémicas tomadas por el gobierno de Bush, fue actor principal durante la crisis del 11 de septiembre, y uno de los principales artífices de la guerra en contra de Irak, la cual (como se evidenciaría años más tarde) fue no solo un acto injustificado que lesionaría profundamente a la sociedad estadounidense y cambiaría el rumbo de la historia mundial; sino también (como se descubriría a posteriori) un gran negocio del que se beneficiaría un pequeño grupo de privilegiados… entre ellos el propio Cheney.
McKay narra la historia de su polémico personaje desde sus días de juventud cuando era un pésimo estudiante y un alcohólico bueno para nada el cual, tras un incidente con la ley y presionado por su esposa; decide enderezar su vida. De allí, el director nos muestra los inicios de su carrera política como interno durante la administración de Richard Nixon, su ingreso -prácticamente casual- al partido republicano, y sus primeros encuentros con Donald Rumsfeld, quien le enseñaría las reglas del juego político dentro de la Casa Blanca, y con quien estaría estrechamente vinculado políticamente hablando en los años venideros. Gradualmente, vemos como Cheney asciende en el escalafón político (no sin tener algunos tropiezos en el camino) hasta lograr convertirse en el que es considerado el vicepresidente más poderoso en toda la historia de los Estados Unidos.
Pero el realizador y guionista no se limita a hacer un ordinario biopic y quedarse meramente en una rutinaria recreación de los hechos, sino que busca detallarlos y contextualizarlos puntualmente, no solo para entender las circunstancias que permitieron el ascenso de su carrera, sino también para que el espectador comprenda mejor cómo un oscuro burócrata escaló (y se enriqueció) de la forma en que él lo hizo, valiéndose de astutas maniobras, pactos fáusticos y aprovechando todo tipo de recovecos y lagunas legales para, poco a poco, afianzar su poderío en el rubro administrativo y de ahí extenderlo a otras áreas vinculadas al gobierno como las legislativas y militares, al grado de manipularlas para cumplir así su propia agenda, y verse favorecido de diversas formas. Y de paso (ya iniciada la guerra) pisotear los derechos humanos fundamentales, violentar la privacidad de sus ciudadanos, y promover la tortura, sin mencionar los cientos de miles de “daños colaterales” arrojados por su política belicista.
Además, McKay emplea el mismo tono lúdico y satírico aunado a una crítica aguda y cáustica similares a los empleados en La Gran Apuesta, su trabajo anterior, empleando recursos como sketches (el del restaurante es sublime), un primer final falso, e incluso la introducción de un narrador omnipresente cuya identidad resulta ser toda una sorpresa. Todo esto para pormenorizar (con una mezcla entre lo didáctico, lo tragicómico y lo mordaz) el que sin duda fue uno de los momentos más desastrosos en la democracia norteamericana de los últimos años y cuyas consecuencias continúan resonando hasta hoy.
De hecho -y parecido a lo que hace Spike Lee con El infiltrado del KKKlan- es notorio que el discurso del director habla de un hecho del pasado reciente, pero viendo hacia el presente con el anhelo de mover a la reflexión y evitar (en lo posible) un futuro funesto, a través de analogías y vínculos para resaltar que la llegada de Donald Trump a la presidencia fue resultado de condiciones idénticas a las que (en ese entonces) permitieron que Bush, Cheney y Rumsfeld se hiciesen del poder, siendo la principal de ellas una población inmersa en el patriotismo exacerbado; la ignorancia y la falta de interés en asuntos de importancia nacional; la apatía y el conformismo; el miedo… elementos que volvieron cómodo y conveniente delegar totalmente en manos de los políticos las decisiones vitales para la vida económica, política y social de su país, buscando con ellos soluciones rápidas y fáciles, sacrificando voluntariamente sus garantías y libertades individuales.
Lo poco que se le podría reprochar al filme de McKay son algunos detalles excesivos: por ejemplo, el retrato de un George W. Bush incompetente, inseguro y que solo quería impresionar a su padre (retomando un poco de lo que Oliver Stone ya había plasmado en su filme de 2008, Hijo de... Bush) exonerándolo involuntariamente de su propia responsabilidad y por las erráticas decisiones ocurridas durante su gestión, y culpando de ello en cambio a un calculador y maquiavélico Cheney. O que la óptica de los hechos y los personajes involucrados pueda parecer un tanto progresista y cargada hacia la izquierda; aunque esto último es ligera pero concisamente reivindicado en la escena post-créditos, argumentado que alguien informado sobre asuntos de interés nacional y que externe su opinión (o en su caso critique) las malas decisiones de su gobierno, no necesariamente debe militar o ser partidario de alguna tendencia política específica.
En ese sentido, incluso se le permite al propio Dick Cheney (encarnado por un estupendo Christian Bale) el derecho de réplica, y en uno de los más magistrales rompimientos de la cuarta pared que se puedan recordar en años recientes, se dirige al espectador mismo, no para disculparse por sus acciones, sino para recriminarle que no le queda hacerse la víctima ni el indignado, ya que todo lo que ocurrió fue con su venia, gracias a su propia ignorancia, su dejadez, su doble moral, sus dogmatismos, y, en suma, a su soberana estupidez y la falta de análisis y carencia de sentido común que predomina en su actual sociedad. Esa misma sociedad que puso al Cheto Naranja al volante de su nación.
El Vicepresidente es una comedia incendiaria y controversial, cuya artillería dispara no solo en contra de un aciago personaje y el gobierno del que formó parte, quienes en conjunto actuaron inescrupulosamente velando por sus propios intereses; sino también en contra de aquellos que les permitieron llevar tales actos a cabo, por su propia apatía, sus prejuicios, su superficialidad y su cobardía. Tanto peca el que mata a la vaca, como el que le agarra la pata, y los malos y abusivos gobiernos también son la consecuencia de las decisiones (o la ausencia de ellas) de malos e irresponsables ciudadanos.
Desde la ambivalencia sugerida por el título original (Vice), el cineasta, escritor, actor y comediante, Adam McKay es claro sobre cuales serán los dos grandes temas de su más reciente película: por un lado, la vida del personaje clave durante la administración del presidente George W. Bush, y por el otro, la adicción desmedida que el poder genera, y sus -muchas veces poco éticas- maquinaciones para conservarlo y expandirlo. Poder y manipulación que resultan indisociables del personaje en cuestión.
En su nuevo filme, McKay plasma un retrato del controversial Dick Cheney, quien estuvo directamente involucrado en diversas decisiones polémicas tomadas por el gobierno de Bush, fue actor principal durante la crisis del 11 de septiembre, y uno de los principales artífices de la guerra en contra de Irak, la cual (como se evidenciaría años más tarde) fue no solo un acto injustificado que lesionaría profundamente a la sociedad estadounidense y cambiaría el rumbo de la historia mundial; sino también (como se descubriría a posteriori) un gran negocio del que se beneficiaría un pequeño grupo de privilegiados… entre ellos el propio Cheney.
McKay narra la historia de su polémico personaje desde sus días de juventud cuando era un pésimo estudiante y un alcohólico bueno para nada el cual, tras un incidente con la ley y presionado por su esposa; decide enderezar su vida. De allí, el director nos muestra los inicios de su carrera política como interno durante la administración de Richard Nixon, su ingreso -prácticamente casual- al partido republicano, y sus primeros encuentros con Donald Rumsfeld, quien le enseñaría las reglas del juego político dentro de la Casa Blanca, y con quien estaría estrechamente vinculado políticamente hablando en los años venideros. Gradualmente, vemos como Cheney asciende en el escalafón político (no sin tener algunos tropiezos en el camino) hasta lograr convertirse en el que es considerado el vicepresidente más poderoso en toda la historia de los Estados Unidos.
Pero el realizador y guionista no se limita a hacer un ordinario biopic y quedarse meramente en una rutinaria recreación de los hechos, sino que busca detallarlos y contextualizarlos puntualmente, no solo para entender las circunstancias que permitieron el ascenso de su carrera, sino también para que el espectador comprenda mejor cómo un oscuro burócrata escaló (y se enriqueció) de la forma en que él lo hizo, valiéndose de astutas maniobras, pactos fáusticos y aprovechando todo tipo de recovecos y lagunas legales para, poco a poco, afianzar su poderío en el rubro administrativo y de ahí extenderlo a otras áreas vinculadas al gobierno como las legislativas y militares, al grado de manipularlas para cumplir así su propia agenda, y verse favorecido de diversas formas. Y de paso (ya iniciada la guerra) pisotear los derechos humanos fundamentales, violentar la privacidad de sus ciudadanos, y promover la tortura, sin mencionar los cientos de miles de “daños colaterales” arrojados por su política belicista.
Además, McKay emplea el mismo tono lúdico y satírico aunado a una crítica aguda y cáustica similares a los empleados en La Gran Apuesta, su trabajo anterior, empleando recursos como sketches (el del restaurante es sublime), un primer final falso, e incluso la introducción de un narrador omnipresente cuya identidad resulta ser toda una sorpresa. Todo esto para pormenorizar (con una mezcla entre lo didáctico, lo tragicómico y lo mordaz) el que sin duda fue uno de los momentos más desastrosos en la democracia norteamericana de los últimos años y cuyas consecuencias continúan resonando hasta hoy.
De hecho -y parecido a lo que hace Spike Lee con El infiltrado del KKKlan- es notorio que el discurso del director habla de un hecho del pasado reciente, pero viendo hacia el presente con el anhelo de mover a la reflexión y evitar (en lo posible) un futuro funesto, a través de analogías y vínculos para resaltar que la llegada de Donald Trump a la presidencia fue resultado de condiciones idénticas a las que (en ese entonces) permitieron que Bush, Cheney y Rumsfeld se hiciesen del poder, siendo la principal de ellas una población inmersa en el patriotismo exacerbado; la ignorancia y la falta de interés en asuntos de importancia nacional; la apatía y el conformismo; el miedo… elementos que volvieron cómodo y conveniente delegar totalmente en manos de los políticos las decisiones vitales para la vida económica, política y social de su país, buscando con ellos soluciones rápidas y fáciles, sacrificando voluntariamente sus garantías y libertades individuales.
Lo poco que se le podría reprochar al filme de McKay son algunos detalles excesivos: por ejemplo, el retrato de un George W. Bush incompetente, inseguro y que solo quería impresionar a su padre (retomando un poco de lo que Oliver Stone ya había plasmado en su filme de 2008, Hijo de... Bush) exonerándolo involuntariamente de su propia responsabilidad y por las erráticas decisiones ocurridas durante su gestión, y culpando de ello en cambio a un calculador y maquiavélico Cheney. O que la óptica de los hechos y los personajes involucrados pueda parecer un tanto progresista y cargada hacia la izquierda; aunque esto último es ligera pero concisamente reivindicado en la escena post-créditos, argumentado que alguien informado sobre asuntos de interés nacional y que externe su opinión (o en su caso critique) las malas decisiones de su gobierno, no necesariamente debe militar o ser partidario de alguna tendencia política específica.
En ese sentido, incluso se le permite al propio Dick Cheney (encarnado por un estupendo Christian Bale) el derecho de réplica, y en uno de los más magistrales rompimientos de la cuarta pared que se puedan recordar en años recientes, se dirige al espectador mismo, no para disculparse por sus acciones, sino para recriminarle que no le queda hacerse la víctima ni el indignado, ya que todo lo que ocurrió fue con su venia, gracias a su propia ignorancia, su dejadez, su doble moral, sus dogmatismos, y, en suma, a su soberana estupidez y la falta de análisis y carencia de sentido común que predomina en su actual sociedad. Esa misma sociedad que puso al Cheto Naranja al volante de su nación.
El Vicepresidente es una comedia incendiaria y controversial, cuya artillería dispara no solo en contra de un aciago personaje y el gobierno del que formó parte, quienes en conjunto actuaron inescrupulosamente velando por sus propios intereses; sino también en contra de aquellos que les permitieron llevar tales actos a cabo, por su propia apatía, sus prejuicios, su superficialidad y su cobardía. Tanto peca el que mata a la vaca, como el que le agarra la pata, y los malos y abusivos gobiernos también son la consecuencia de las decisiones (o la ausencia de ellas) de malos e irresponsables ciudadanos.