No soy una bruja y el salvaje statu quo

POR: MAURICIO HERNÁNDEZ

24-06-2018 21:46:54


Si pensamos en casos de “brujería”, quienes habitamos en el Hemisferio Occidental podríamos evocar a las famosas Brujas de Salem, mujeres enjuiciadas sin fundamentos -obviamente- por supuestas prácticas de las artes oscuras. Aunque es una idea que se pensaría quedó en el medievo, estas acusaciones y linchamientos todavía ocurren en algunas partes del globo.

En No soy una bruja, ópera prima de la zambiana Rungano Nyoni, la brujería es una figura simbólica para exponer situaciones desagradables en el continente africano: la opresión a la mujer, la supervivencia de creencias anticuadas basadas en la tradición, la dominación de la cultura occidental y la corrupción… (problemas que ocurren en todo el mundo, pero aquí nos enfocamos en África); todo envuelto en la historia de Shula (Maggie Mulubwa), una niña acusada injustamente de brujería tras verse involucrada en un accidente irrelevante.


Con un claro matiz feminista, la figura de la bruja sirve como alegoría a la condición femenina que vive en clara desventaja. Las hechiceras malvadas son únicamente mujeres y concebidas como fenómenos que deben acorralarse, pues sí existen brujos, pero estos son vistos como figuras místicas y de poder, incluso son aliados del gobierno -claro, usan sus “poderes” para obtener beneficios-; mientras que las brujas son usadas como campesinas en un franco estado de esclavitud moderna, incapaces de escapar al estar atadas con un listón clavado en estacas gigantes que sólo les permite recorrer cierta distancia. Además, ellas están conformes con su estado, pues al recibir a una nueva integrante, entonan un cántico donde manifiestan su puesto de herramientas del gobierno, discurso que podría embonar con el pensamiento de machismo autoasumido por las mujeres.



Asimismo, es notoria la crítica hacia la cada vez mayor inmersión de la cultura occidental mainstream en las sociedades africanas, especialmente con la prominencia del espectáculo en la cotidianidad. Shula no sólo funge como jurado omnipotente en los juicios, también es estrella de televisión -es tildada como un fenómeno, “la niña bruja” al más puro estilo de los talk shows estadounidenses-, producto comercial que ofrece sus poderes como servicio y “propiedad del gobierno”. Notamos que esta hegemonía permea el comportamiento de las brujas, quienes solicitan crédito para adquirir pelucas extravagantes y parecerse a sus artistas favoritas como Rihanna y Beyoncé, a pesar de que apenas y puedan comer algo; o en los visitantes extranjeros que contemplan a las brujas como si fueran animales o fenómenos, cuando sólo son personas en la parte baja de un no-sistema arcaico.


Para declarar sobre estos y otros asuntos como la clara preponderancia económica de los miembros de las altas esferas sobre la ciudadanía, la cinta utiliza un tono cómico osado y extrañamente oportuno para introducir el chascarrillo en la exhibición de circunstancias incómodas, lo que agrega un peculiar acento irónico a las denuncias. Igualmente, incorpora crudeza en el relato para mostrar el estado de la verdadera África sin embellecer o usar el folclor como atenuante.


Entre los recursos técnicos, destaca la utilización de la música como glorificador o estimulante dramático en momentos específicos del desarrollo: una estruendosa orquesta de fondo para un paisaje de la sabana o unas percusiones con ritmo de jazz para acompañar un ritual indígena, convirtiendo así a la música en uno de los elementos más virtuosos de la cinta.


No soy una bruja conforma una interesante mezcla de discursos y posibles lecturas en una historia pertinente. Un debut con potencia narrativa y adecuado para sumar voces africanas -siempre faltantes y necesarias- al panorama cinematográfico.



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