Die My Love: El impulso de destrucción
POR: JOSÉ LUIS SALAZAR
16-11-2025 16:51:08

Estrenada en la competencia oficial del Festival de Cannes y presentada durante el pasado Festival Internacional de Cine de Morelia, Die My Love (Mátate amor), quinto largometraje de la cineasta escocesa Lynne Ramsay, llegó este fin de semana a salas de cine del país. Ramsay traslada la violencia contenida de su cine anterior hacia el espacio doméstico y la maternidad y, por primera vez, ilógicamente, la desata. El resultado es una película tan física como emocionalmente agotadora, donde la directora comparte el impulso de destrucción de sus personajes contra su propia creación.
Probablemente una de mis películas favoritas sea Morvern Callar, la segunda de Lynne Ramsay y aquella que precedió a la obra que la lanzó al éxito internacional, We Need to Talk About Kevin. En ella, Samantha Morton interpreta a la joven que da título al filme, quien tras el suicidio de su novio roba el manuscrito inédito de su novela y lo publica bajo su nombre para beneficiarse económicamente y reinventar su vida, abandonando su empleo en un supermercado.
Desde su ópera prima, Ratcatcher en 1999, era reconocible una línea temática que orientaba el cine de Ramsay: la vida en los márgenes. Pero Morvern Callar hizo evidente su capacidad para evadir los lugares comunes de la miseria y subvertir los tropos de la vida suburbana. Allí, el abandono, la culpa, la muerte y la desesperanza no funcionan como ejes de victimización o pornomiseria, sino como narrativas de resistencia y supervivencia de clase. En mi primer visionado pensé en The Match Factory Girl, de Aki Kaurismäki, o en Wanda, de Barbara Loden, distantes en estilo pero cercanas en espíritu. Películas donde la pobreza se padece y se combate al mismo tiempo.
Su salto al reconocimiento internacional con We Need to Talk About Kevin no alteró esos intereses; siguieron presentes también en la reinvención del Taxi Driver scorsesiano que propone You Were Never Really Here. O al menos así había sido hasta ahora, cuando Die My Love estrena con una cruza de depresión posparto y neurosis psicótica. Adaptada de una novela, igual que sus largometrajes predecesores, en este caso de la homónima de la argentina Ariana Harwicz; Ramsay se muestra menos interesada en reinventar o embellecer la crisis que en sumergir su historia en esta misma.
Producida por Martin Scorsese, la película sigue a la joven pareja de Grace y Jackson, interpretados por Jennifer Lawrence y Robert Pattinson que, tras el nacimiento de su primer hijo, se muda a una casa familiar aislada en medio del bosque. Dicha casa arrastra una turbulenta historia, de la que apenas se vislumbran algunos sucesos, como el suicidio de un tío de Jackson. Su podredumbre y su entorno asfixiante parecen apoderarse de los personajes de forma gradual, aunque de manera más notoria en el caso de Grace, quien, en la soledad de la crianza, comienza a hundirse en la locura.

La crítica y teórica feminista Teresa de Lauretis encontraría aquí una triple atadura: la que se ejerce en pantalla, la que se ejerce discursivamente al señalarla y la que se extrapola. En su obra Alice Doesn’t, De Lauretis explica que la doble atadura se refiere a una lógica contradictoria en la que la crítica feminista del cine reproduce la misma estructura patriarcal de la representación cinematográfica que pretende cuestionar; a esto lo denomina la “posición negativa”. Según su definición, en esa posición la “mujer” se encuentra a la vez “excluida y atrapada” del cine por la noción misma de objetivación.
Otras teóricas, como Rosalind Galt, comparten esta impresión: la representación visual es también una forma de denigración sexista de la imagen, donde “imagen” y “mujer” se vuelven intercambiables. Es decir, la imagen en pantalla supone un encierro simbólico, una representación que termina definiendo a su contraparte externa: la mujer en general, las madres en lo particular.
En Die My Love, el encierro de Grace es atronador. Acompañado de una depresión posparto, sus sentidos se agudizan, su deseo sexual se incrementa, su instinto de autopreservación se anula y la violencia se desborda. Durante casi dos horas, el personaje atraviesa un periodo de profunda abyección.
Julia Kristeva tiene un ensayo específico en torno al estado de abyección (Powers of Horrors: An Essay on Abjection), donde recupera teorías de Freud y Lacan para explicar esta forma de despersonalización, de desecho y de separación de las normas sociales y morales:
“Lo abyecto suplica y pulveriza al sujeto simultáneamente. Se puede comprender que se experimenta en la cúspide de su fuerza cuando ese sujeto, cansado de vanos intentos de identificarse con algo externo, encuentra lo imposible en su interior; cuando descubre que lo imposible constituye su ser mismo, que no es otra cosa que lo abyecto. La abyección del yo sería la forma culminante de esa experiencia del sujeto a quien se le revela que todos sus objetos se basan simplemente en la pérdida inaugural que sentó las bases de su propio ser. Nada como la abyección del yo para demostrar que toda abyección es, de hecho, el reconocimiento de la carencia sobre la que se funda todo ser, significado, lenguaje o deseo.”
Para ilustrarlo, Kristeva escribió: “El asco a la comida es quizás la forma más elemental y arcaica de abyección. Cuando los ojos ven o los labios tocan esa piel en la superficie de la leche, inofensiva, delgada como una hoja de papel de cigarrillo, lamentable como una lima de uñas, se experimenta una sensación de arcadas”.

El proceso de abyección de Grace parece desencadenarse con el ruido: primero el del llanto de su pequeño hijo y, posteriormente, el de los ladridos del cachorro que Jackson lleva a casa y que la empujan a matarlo.
No obstante, más allá de la teoría, sea la de Kristeva, Lacan, Freud o de otras autoras que podrían citarse como Adrienne Rich, Rozsika Parker, Silvia Federici o Alexandra Kollontai, en la película no hay indicios de un interés más allá del evidente: compartir la pulsión neurótica que pronto se vuelve suicida, de transformar el estado de abyección en uno de destrucción.
La misma pulsión ha guiado otros largometrajes de los últimos años, como The Lighthouse, de Robert Eggers, también protagonizado por Pattinson, o Mother! de Darren Aronofsky, con Lawrence. En ambos, al menos amparados por elaboradas puestas en escena y densos contextos religiosos o alegóricos, se aspira a una reconstrucción simbólica abrumadora, cruel y excesiva.
Aquí, en cambio, no. Los excesos de la protagonista son la película misma: violencia, gritos, agresiones, insultos, sexo desenfrenado o reclamos por su ausencia; gateos y rugidos que llenan la casa y generan un sobreestímulo que convierte la experiencia en una agotadora pesadilla.
El título parece anticipar la muerte de alguno de los protagonistas y durante buena parte del metraje podría suponerse que se trata de Jackson. Sin embargo, aquí el amor no muere porque, en primer lugar, ni siquiera existe. Lo que destruye la ficción de Ramsay es, irónicamente, la ausencia del amor, pues, a diferencia de cualquiera de sus protagonistas anteriores, esta vez no parece importarle si alguien vive o muere.
¿Por qué habría de importarnos a nosotros?
Hay, claramente, ligeros atisbos de moldes histriónicos construidos alrededor de personajes como el que encarna Isabelle Adjani en Possession de Andrzej Żuławski o Charlotte Gainsbourg en las dos partes de Nymphomaniac de Lars vonTrier, pero la influencia de John Cassavetes es evidente, hay mucha cercanía con Love Streams y, en especial, con A Woman Under the Influence.
Aún así, dichas influencias, que incluso parecen hacerse plenamente explícitas en la subtrama que emerge en la segunda mitad del metraje, resultan insuficientes para sostener una película que exige entregarse inmisericordemente a la salvajez. Porque esa abyección que hacia el final intenta contagiarnos con su protagonista caminando desnuda hacia el bosque en llamas al ritmo de Love Will Tear Us Apart de Joy Division, solo distancia y clausura un largometraje que se consumió en su intento por consumirnos.

Estrenada en la competencia oficial del Festival de Cannes y presentada durante el pasado Festival Internacional de Cine de Morelia, Die My Love (Mátate amor), quinto largometraje de la cineasta escocesa Lynne Ramsay, llegó este fin de semana a salas de cine del país. Ramsay traslada la violencia contenida de su cine anterior hacia el espacio doméstico y la maternidad y, por primera vez, ilógicamente, la desata. El resultado es una película tan física como emocionalmente agotadora, donde la directora comparte el impulso de destrucción de sus personajes contra su propia creación.
Probablemente una de mis películas favoritas sea Morvern Callar, la segunda de Lynne Ramsay y aquella que precedió a la obra que la lanzó al éxito internacional, We Need to Talk About Kevin. En ella, Samantha Morton interpreta a la joven que da título al filme, quien tras el suicidio de su novio roba el manuscrito inédito de su novela y lo publica bajo su nombre para beneficiarse económicamente y reinventar su vida, abandonando su empleo en un supermercado.
Desde su ópera prima, Ratcatcher en 1999, era reconocible una línea temática que orientaba el cine de Ramsay: la vida en los márgenes. Pero Morvern Callar hizo evidente su capacidad para evadir los lugares comunes de la miseria y subvertir los tropos de la vida suburbana. Allí, el abandono, la culpa, la muerte y la desesperanza no funcionan como ejes de victimización o pornomiseria, sino como narrativas de resistencia y supervivencia de clase. En mi primer visionado pensé en The Match Factory Girl, de Aki Kaurismäki, o en Wanda, de Barbara Loden, distantes en estilo pero cercanas en espíritu. Películas donde la pobreza se padece y se combate al mismo tiempo.
Su salto al reconocimiento internacional con We Need to Talk About Kevin no alteró esos intereses; siguieron presentes también en la reinvención del Taxi Driver scorsesiano que propone You Were Never Really Here. O al menos así había sido hasta ahora, cuando Die My Love estrena con una cruza de depresión posparto y neurosis psicótica. Adaptada de una novela, igual que sus largometrajes predecesores, en este caso de la homónima de la argentina Ariana Harwicz; Ramsay se muestra menos interesada en reinventar o embellecer la crisis que en sumergir su historia en esta misma.
Producida por Martin Scorsese, la película sigue a la joven pareja de Grace y Jackson, interpretados por Jennifer Lawrence y Robert Pattinson que, tras el nacimiento de su primer hijo, se muda a una casa familiar aislada en medio del bosque. Dicha casa arrastra una turbulenta historia, de la que apenas se vislumbran algunos sucesos, como el suicidio de un tío de Jackson. Su podredumbre y su entorno asfixiante parecen apoderarse de los personajes de forma gradual, aunque de manera más notoria en el caso de Grace, quien, en la soledad de la crianza, comienza a hundirse en la locura.

La crítica y teórica feminista Teresa de Lauretis encontraría aquí una triple atadura: la que se ejerce en pantalla, la que se ejerce discursivamente al señalarla y la que se extrapola. En su obra Alice Doesn’t, De Lauretis explica que la doble atadura se refiere a una lógica contradictoria en la que la crítica feminista del cine reproduce la misma estructura patriarcal de la representación cinematográfica que pretende cuestionar; a esto lo denomina la “posición negativa”. Según su definición, en esa posición la “mujer” se encuentra a la vez “excluida y atrapada” del cine por la noción misma de objetivación.
Otras teóricas, como Rosalind Galt, comparten esta impresión: la representación visual es también una forma de denigración sexista de la imagen, donde “imagen” y “mujer” se vuelven intercambiables. Es decir, la imagen en pantalla supone un encierro simbólico, una representación que termina definiendo a su contraparte externa: la mujer en general, las madres en lo particular.
En Die My Love, el encierro de Grace es atronador. Acompañado de una depresión posparto, sus sentidos se agudizan, su deseo sexual se incrementa, su instinto de autopreservación se anula y la violencia se desborda. Durante casi dos horas, el personaje atraviesa un periodo de profunda abyección.
Julia Kristeva tiene un ensayo específico en torno al estado de abyección (Powers of Horrors: An Essay on Abjection), donde recupera teorías de Freud y Lacan para explicar esta forma de despersonalización, de desecho y de separación de las normas sociales y morales:
“Lo abyecto suplica y pulveriza al sujeto simultáneamente. Se puede comprender que se experimenta en la cúspide de su fuerza cuando ese sujeto, cansado de vanos intentos de identificarse con algo externo, encuentra lo imposible en su interior; cuando descubre que lo imposible constituye su ser mismo, que no es otra cosa que lo abyecto. La abyección del yo sería la forma culminante de esa experiencia del sujeto a quien se le revela que todos sus objetos se basan simplemente en la pérdida inaugural que sentó las bases de su propio ser. Nada como la abyección del yo para demostrar que toda abyección es, de hecho, el reconocimiento de la carencia sobre la que se funda todo ser, significado, lenguaje o deseo.”
Para ilustrarlo, Kristeva escribió: “El asco a la comida es quizás la forma más elemental y arcaica de abyección. Cuando los ojos ven o los labios tocan esa piel en la superficie de la leche, inofensiva, delgada como una hoja de papel de cigarrillo, lamentable como una lima de uñas, se experimenta una sensación de arcadas”.

El proceso de abyección de Grace parece desencadenarse con el ruido: primero el del llanto de su pequeño hijo y, posteriormente, el de los ladridos del cachorro que Jackson lleva a casa y que la empujan a matarlo.
No obstante, más allá de la teoría, sea la de Kristeva, Lacan, Freud o de otras autoras que podrían citarse como Adrienne Rich, Rozsika Parker, Silvia Federici o Alexandra Kollontai, en la película no hay indicios de un interés más allá del evidente: compartir la pulsión neurótica que pronto se vuelve suicida, de transformar el estado de abyección en uno de destrucción.
La misma pulsión ha guiado otros largometrajes de los últimos años, como The Lighthouse, de Robert Eggers, también protagonizado por Pattinson, o Mother! de Darren Aronofsky, con Lawrence. En ambos, al menos amparados por elaboradas puestas en escena y densos contextos religiosos o alegóricos, se aspira a una reconstrucción simbólica abrumadora, cruel y excesiva.
Aquí, en cambio, no. Los excesos de la protagonista son la película misma: violencia, gritos, agresiones, insultos, sexo desenfrenado o reclamos por su ausencia; gateos y rugidos que llenan la casa y generan un sobreestímulo que convierte la experiencia en una agotadora pesadilla.
El título parece anticipar la muerte de alguno de los protagonistas y durante buena parte del metraje podría suponerse que se trata de Jackson. Sin embargo, aquí el amor no muere porque, en primer lugar, ni siquiera existe. Lo que destruye la ficción de Ramsay es, irónicamente, la ausencia del amor, pues, a diferencia de cualquiera de sus protagonistas anteriores, esta vez no parece importarle si alguien vive o muere.
¿Por qué habría de importarnos a nosotros?
Hay, claramente, ligeros atisbos de moldes histriónicos construidos alrededor de personajes como el que encarna Isabelle Adjani en Possession de Andrzej Żuławski o Charlotte Gainsbourg en las dos partes de Nymphomaniac de Lars vonTrier, pero la influencia de John Cassavetes es evidente, hay mucha cercanía con Love Streams y, en especial, con A Woman Under the Influence.
Aún así, dichas influencias, que incluso parecen hacerse plenamente explícitas en la subtrama que emerge en la segunda mitad del metraje, resultan insuficientes para sostener una película que exige entregarse inmisericordemente a la salvajez. Porque esa abyección que hacia el final intenta contagiarnos con su protagonista caminando desnuda hacia el bosque en llamas al ritmo de Love Will Tear Us Apart de Joy Division, solo distancia y clausura un largometraje que se consumió en su intento por consumirnos.







