Emilia Pérez: Un exótico relato artificial e irresponsable
POR: JOSÉ LUIS SALAZAR
03-11-2024 14:42:03
En Emilia Pérez, la más reciente obra de Jacques Audiard (A Prophet y Deephan), las desapariciones forzadas, los enfrentamientos entre grupos criminales, los feminicidios y la violencia de género se convierten en un gran número musical, pues al no poder comprender dichas problemáticas nacionales el director opta por convertirlos en una estética.
En 1965 el director francés Louis Malle filmó Viva María! Una película musical que seguía la vida de una revolucionaria irlandesa, interpretada por Brigitte Bardot, a principios del siglo XX que por décadas en compañía de su padre saboteó al ejército del imperio británico desde la corona británica en Londres hasta la ocupación en Gibraltar y las colonias de la Honduras Británicas. Tras su muerte y a la deriva en Centroamérica termina uniéndose a un grupo circense ambulante como una bailarina erótica que junto al personaje de Jeanne Moreau crea accidentalmente el striptease.
Al llegar a tierras mexicanas la causa revolucionaria contra un poderoso hacendado termina invadiendo al grupo haciéndolos tomar las armas y unirse al pueblo mexicano. Filmada a poco más de 50 años de la formación de cuadrillas armadas contra el gobierno porfirista y el inicio de la larga lucha entre grupos revolucionarios, la cinta tanto por la distancia temporal, la geográfica y la cultural hace de la revolución mexicana una estética más: la de sombreros largos, hombres bigotones montando a caballo y pueblitos en medio del desierto.
Pese haberse filmado en el parque nacional Molino de Flores Nezahualcóyotl y tener entre su elenco a los actores mexicanos Claudio Brook y Carlos López Moctezuma, poco o nada en ella refleja una consciencia histórica en torno al periodo temporal en el que sitúa su relato. Sin embargo, sus referencias no son históricas sino fílmicas, de ahí que repita el mito oficialistaalimentado por el cine mexicano de la Época de oro sobre la Revolución como una unión nacional contra el Porfirismo, un acontecimiento que unió a muchas facciones por un proyecto de nación.
En el cacique Rodríguez interpretado por Carlos López Moctezuma están ecos de su personaje Don Regino de Rio Escondido o el del Sargento Genovevo en Maclovia y en el pueblito que visitan una visión menos estrafalaria de aquellos plasmados en Enamorada o Allá en el Rancho Grande.
Malle hace un pastiche de signos de lo que identifica como mexicano, todo tomado de bagaje fílmico. Una postura pasiva que solo su viaje a la India 4 años después y la filmación de Phantom India logró quitarle.
Audiard por su lado no crea un imaginario kitsch de un México pueblerino como nuestro cine o la cinta de Malle, él toma posturas.
La película está construida de impresiones, pero cada impresión desde el desconocimiento en realidad revela prejuicios, comenzando con el protagonista “Manitas del Monte” que a falta de inspiración lo coloca en la piel morena de un hombre robusto, dientes de oro y tatuajes en el cuerpo. El vacío cultural de su autor lo rellena con los prejuicios de cómo imagina que se ve el narco y la distancia idiomática se convierte en una estética más en las que nombres como “Manitas del Monte” o el “se compran colchones, refrigeradores, estufas, lavadoras…” son colocados por el efecto exótico que genera en angloparlantes más que por tener sentido dentro de la película.
Las imágenes que crea son igualmente producto de un imaginario fantástico del país en donde conviven mariachis en luces de neón, vírgenes enormes de papel maché o piñatas por la calles. Para Audiard está cadena de signos – estereotipos – no tienen mayor importancia o significado que embellecer su fotografía y exotizar su historia por lo que una tras otra ocurre entre imágenes de cuerpos apilados, fichas de búsqueda de personas desaparecidas, fosas comunes o grupos armados.
La historia también se posiciona a favor de una narrativa, la del capital.
“Manitas del Monte” es un líder del narco que ansía cambiar de sexo por lo que contrata a Rita, una abogada interpretada por Zoe Saldaña, para que lleve todos los trámites legales y financieros necesarios para realizar la transición, asegurar su muerte pública y para que su esposa e hijos no queden desprotegidos.
La transición de sexo es también una transición moral pues ahora como una elegante dama de sociedad de nombre Emilia Pérez recurre nuevamente a Rita para la creación de una asociación de búsqueda de personas desaparecidas y tomar el rol de luchadora social. El director asocia lo femenino con la pureza, la bondad y las causas nobles, una visión conversadora que en la película pone a todos sus personajes femeninos a merced de abusadores desde Rita con Manitas hasta Jessi de su nuevo novio Gustavo o Epifanía de su fallecido marido.
En una reunión de fondeo de la asociación que, por si fuera poco, lleva el nombre de “Lucesita”, Emilia recurre a políticos corruptos y narcotraficantes para financiar la búsqueda de personas; unos días después son los mismos líderes criminales desde prisión los que ayudan a localizar a los desaparecidos. La insistencia de borrar a las madres, miembros de colectivos, feministas y voluntarios para en su lugar, colocar a los propios criminales y la caridad de la clase alta como la cara de la lucha social y de apoyo apoya una narrativa que criminaliza la pobreza, ennoblece a las clases altas y redime y dignifica al narcotráfico.
De todo esto lo más indignante es la toma de la palabra “Lucesita” que remite inmediatamente a colectivos nacionales de búsqueda de personas desaparecidas como Luz de Esperanza. Pero con la gratuidad con la que su director nombra Ayotzinapa o el Cartel de Sinaloa no puedo ni concederle siquiera que conozca la asociación.
El triunfo de Emilia Pérez en Cannes refuerza la visión de una Latinoamérica invadida por la violencia y la muerte que encanta a los europeos, una en las que como en la vida real México sea su patio trasero donde poner sus escenas de acción, sus armas y sus muertos, en las que nuestras fichas de búsqueda sean cual papel picado la escenografía de sus cantos y bailes y nuestra piel morena la cara del miedo. Ahí no importa si el acento colombiano de Edgar Ramírez, el dominicano de Zoe Saldaña, el español de Karla Sofía Gascón o cualquiera que sea el inentendible de Selena Gómez alcancen a tirar la cortina y revelar que lo que se ve no es México sino al contrario dejarnos claro que para retratarnos necesitan de todo, menos a nosotros. Que son capaces de ponernos armas, muertos, masacres, vírgenes, piñatas, mariachis, tianguis, desaparecidos y narcos pero no de poner un solo rostro de nuestro pueblo o una sola preocupación que aqueja a nuestra sangre.
En Emilia Pérez, la más reciente obra de Jacques Audiard (A Prophet y Deephan), las desapariciones forzadas, los enfrentamientos entre grupos criminales, los feminicidios y la violencia de género se convierten en un gran número musical, pues al no poder comprender dichas problemáticas nacionales el director opta por convertirlos en una estética.
En 1965 el director francés Louis Malle filmó Viva María! Una película musical que seguía la vida de una revolucionaria irlandesa, interpretada por Brigitte Bardot, a principios del siglo XX que por décadas en compañía de su padre saboteó al ejército del imperio británico desde la corona británica en Londres hasta la ocupación en Gibraltar y las colonias de la Honduras Británicas. Tras su muerte y a la deriva en Centroamérica termina uniéndose a un grupo circense ambulante como una bailarina erótica que junto al personaje de Jeanne Moreau crea accidentalmente el striptease.
Al llegar a tierras mexicanas la causa revolucionaria contra un poderoso hacendado termina invadiendo al grupo haciéndolos tomar las armas y unirse al pueblo mexicano. Filmada a poco más de 50 años de la formación de cuadrillas armadas contra el gobierno porfirista y el inicio de la larga lucha entre grupos revolucionarios, la cinta tanto por la distancia temporal, la geográfica y la cultural hace de la revolución mexicana una estética más: la de sombreros largos, hombres bigotones montando a caballo y pueblitos en medio del desierto.
Pese haberse filmado en el parque nacional Molino de Flores Nezahualcóyotl y tener entre su elenco a los actores mexicanos Claudio Brook y Carlos López Moctezuma, poco o nada en ella refleja una consciencia histórica en torno al periodo temporal en el que sitúa su relato. Sin embargo, sus referencias no son históricas sino fílmicas, de ahí que repita el mito oficialistaalimentado por el cine mexicano de la Época de oro sobre la Revolución como una unión nacional contra el Porfirismo, un acontecimiento que unió a muchas facciones por un proyecto de nación.
En el cacique Rodríguez interpretado por Carlos López Moctezuma están ecos de su personaje Don Regino de Rio Escondido o el del Sargento Genovevo en Maclovia y en el pueblito que visitan una visión menos estrafalaria de aquellos plasmados en Enamorada o Allá en el Rancho Grande.
Malle hace un pastiche de signos de lo que identifica como mexicano, todo tomado de bagaje fílmico. Una postura pasiva que solo su viaje a la India 4 años después y la filmación de Phantom India logró quitarle.
Audiard por su lado no crea un imaginario kitsch de un México pueblerino como nuestro cine o la cinta de Malle, él toma posturas.
La película está construida de impresiones, pero cada impresión desde el desconocimiento en realidad revela prejuicios, comenzando con el protagonista “Manitas del Monte” que a falta de inspiración lo coloca en la piel morena de un hombre robusto, dientes de oro y tatuajes en el cuerpo. El vacío cultural de su autor lo rellena con los prejuicios de cómo imagina que se ve el narco y la distancia idiomática se convierte en una estética más en las que nombres como “Manitas del Monte” o el “se compran colchones, refrigeradores, estufas, lavadoras…” son colocados por el efecto exótico que genera en angloparlantes más que por tener sentido dentro de la película.
Las imágenes que crea son igualmente producto de un imaginario fantástico del país en donde conviven mariachis en luces de neón, vírgenes enormes de papel maché o piñatas por la calles. Para Audiard está cadena de signos – estereotipos – no tienen mayor importancia o significado que embellecer su fotografía y exotizar su historia por lo que una tras otra ocurre entre imágenes de cuerpos apilados, fichas de búsqueda de personas desaparecidas, fosas comunes o grupos armados.
La historia también se posiciona a favor de una narrativa, la del capital.
“Manitas del Monte” es un líder del narco que ansía cambiar de sexo por lo que contrata a Rita, una abogada interpretada por Zoe Saldaña, para que lleve todos los trámites legales y financieros necesarios para realizar la transición, asegurar su muerte pública y para que su esposa e hijos no queden desprotegidos.
La transición de sexo es también una transición moral pues ahora como una elegante dama de sociedad de nombre Emilia Pérez recurre nuevamente a Rita para la creación de una asociación de búsqueda de personas desaparecidas y tomar el rol de luchadora social. El director asocia lo femenino con la pureza, la bondad y las causas nobles, una visión conversadora que en la película pone a todos sus personajes femeninos a merced de abusadores desde Rita con Manitas hasta Jessi de su nuevo novio Gustavo o Epifanía de su fallecido marido.
En una reunión de fondeo de la asociación que, por si fuera poco, lleva el nombre de “Lucesita”, Emilia recurre a políticos corruptos y narcotraficantes para financiar la búsqueda de personas; unos días después son los mismos líderes criminales desde prisión los que ayudan a localizar a los desaparecidos. La insistencia de borrar a las madres, miembros de colectivos, feministas y voluntarios para en su lugar, colocar a los propios criminales y la caridad de la clase alta como la cara de la lucha social y de apoyo apoya una narrativa que criminaliza la pobreza, ennoblece a las clases altas y redime y dignifica al narcotráfico.
De todo esto lo más indignante es la toma de la palabra “Lucesita” que remite inmediatamente a colectivos nacionales de búsqueda de personas desaparecidas como Luz de Esperanza. Pero con la gratuidad con la que su director nombra Ayotzinapa o el Cartel de Sinaloa no puedo ni concederle siquiera que conozca la asociación.
El triunfo de Emilia Pérez en Cannes refuerza la visión de una Latinoamérica invadida por la violencia y la muerte que encanta a los europeos, una en las que como en la vida real México sea su patio trasero donde poner sus escenas de acción, sus armas y sus muertos, en las que nuestras fichas de búsqueda sean cual papel picado la escenografía de sus cantos y bailes y nuestra piel morena la cara del miedo. Ahí no importa si el acento colombiano de Edgar Ramírez, el dominicano de Zoe Saldaña, el español de Karla Sofía Gascón o cualquiera que sea el inentendible de Selena Gómez alcancen a tirar la cortina y revelar que lo que se ve no es México sino al contrario dejarnos claro que para retratarnos necesitan de todo, menos a nosotros. Que son capaces de ponernos armas, muertos, masacres, vírgenes, piñatas, mariachis, tianguis, desaparecidos y narcos pero no de poner un solo rostro de nuestro pueblo o una sola preocupación que aqueja a nuestra sangre.