Abiding Nowhere: El cierre de la serie Walker de Tsai Ming-liang
POR: JOSÉ LUIS SALAZAR
23-07-2024 12:17:54
Dentro de una serie de cortos y largometrajes protagonizados por el monje Xuanzang comenzados en 2011 por Tsai Ming-liang, Abiding Nowhere llegó a salas mexicanas como parte de la programación del pasado FICUNAM en donde parece dar cierre al recorrido comenzado hace más de una década con su serie Walker.
Con una duración de tan solo 20 minutos No Form estrenado por Ming-liang hace más de una decada nos presentaba al protagonista de toda su filmografía, Lee Kang-sheng, con una túnica roja y la cabeza afeitada caminando por Teatro Nacional de Taiwan con una precisión quirúrgica, como parte de una obra teatral titulada Only you. Un año después retomaría al personaje para su cortometraje Sleepwalk y desde ahí cambiando de locaciones el monje Xuanzang ha caminado en algunas de las ciudades más caóticas del planeta como Hong Kong en Walker o Marsella en Journey to the West abriéndose paso despacio y cuidadosamente, con una exactitud casi coreografiada.
Este concepto el director lo ha extendido por 10 obras y ahora para su, en apariencia, capítulo final se traslada a la capital de los Estados Unidos.
A lo largo de esta serie y en especial en esta nueva y última adición sentimos la presencia de Tsai Ming-liang como el pintor detrás de los imponentes lienzos que ocurren en nuestra pantalla. Xuanzang camina a las orillas del estanque de Washington que apunta al enorme obelisco construido en honor al expresidente norteamericano que da nombre a la ciudad. La escena corta y el monje reaparece en medio de los corredores de Union Station y posteriormente en los pasillos del Museo Smithsoniano.
Tales escenarios que forman parte de la identidad de los norteamericanos se ven invadidos, pero no por Xuanzang sino por ellos mismos que pasan al lado del monje, de los edificios y monumentos apáticos, despistados, curiosos o absortos. Puede que Tsai Ming-liang controle los planos, el ritmo de su actor y los espacios que ha de ocupar, pero no puede hacerlo con el viento, el ruido de personas, automóviles, ambulancias y patrullas, las miradas curiosas que se cruzan, las interacciones ajenas que se cuelan, las reacciones de la gente ni la vida de la ciudad.
Este contraste plasma como en los anteriores capítulos de la serie ¨Walker¨ la premura en que vivimos que nos obliga a mantenernos en permanente desplazamiento, sin embargo, más importante desenmascara el artificio detrás de la vida y por increíble que parezca, del cine.
Moldeados por un cine de tomas cortas y montaje acelerado, mirar el tiempo real en pantalla se entiende como un ejercicio más de tedio que de apreciación para la mayoría, pero es lo que acerca más a Tsai Ming-liang para lo que el cine ha sido concebido; una ventana a la realidad. Porque no importa qué tan inverosímil sea un largometraje, lo que consciente o inconscientemente nos mantiene inmersos en la ficción, son siempre las reminiscencias con la realidad.
En Days, de Tsai Ming-liang, dos solitarios hombres, un trabajador sexual y aquel que paga por sus servicios toman la pantalla, se sientan sobre una cama ligeramente desatendida y uno de ellos recibe de manos del otro una pequeña cajita musical con la melodía de Limelight de Charles Chaplin, una película sobre un hombre solitario azotado por la tristeza y el fracaso de su carrera que inesperadamente salva a una mujer en sus mismas condiciones de un intento de suicidio. No hay diálogos, sus gestos y la melodía revelan más que cualquier palabra.
Ming-liang se rinde ante sus amantes que al menos por un momento en un pequeño cuarto de hotel son capaces de detener el tiempo.
Lo mismo ocurre con el monje quien, probablemente, en su más celebrada entrega de la serie, pues lleva el nombre homónimo, Walker, tras mirarlo caminando sobre las grandes multitudes y las calles saturadas de iluminación de Hong Kong, un pedazo de pan embolsado que como nosotros lo ha acompañado en su viaje termina siendo alegremente devorado por Kang-sheng.
El director rechaza la grandilocuencia y la espectacularidad y en su lugar prefiere desmantelar la farsa detrás del cine y confrontarnos con la realidad. Al desnudar el artificio, también lo hace con nosotros pues no solo hay un interés en que las miradas y reacciones de quienes cruzan frente a la cámara sino también en quienes están del otro lado en la sala de cine.
Es por lo que, como Apichatpong Weerasethakul quien alienta a no avergonzarse de dormirse en sus películas, Ming-liang se abre al rechazo. Porque hay en el bostezo y en el repudio la misma franqueza que quienes hace un siglo corrían despavoridos cuando la locomotora cruzaba frente al proyector de los Lumiere. Pero también la hay en quien, seducido por sus imágenes, como sus personajes, se siente capaz de detener el tiempo por unas horas, o en este caso, por 79 minutos.
Dentro de una serie de cortos y largometrajes protagonizados por el monje Xuanzang comenzados en 2011 por Tsai Ming-liang, Abiding Nowhere llegó a salas mexicanas como parte de la programación del pasado FICUNAM en donde parece dar cierre al recorrido comenzado hace más de una década con su serie Walker.
Con una duración de tan solo 20 minutos No Form estrenado por Ming-liang hace más de una decada nos presentaba al protagonista de toda su filmografía, Lee Kang-sheng, con una túnica roja y la cabeza afeitada caminando por Teatro Nacional de Taiwan con una precisión quirúrgica, como parte de una obra teatral titulada Only you. Un año después retomaría al personaje para su cortometraje Sleepwalk y desde ahí cambiando de locaciones el monje Xuanzang ha caminado en algunas de las ciudades más caóticas del planeta como Hong Kong en Walker o Marsella en Journey to the West abriéndose paso despacio y cuidadosamente, con una exactitud casi coreografiada.
Este concepto el director lo ha extendido por 10 obras y ahora para su, en apariencia, capítulo final se traslada a la capital de los Estados Unidos.
A lo largo de esta serie y en especial en esta nueva y última adición sentimos la presencia de Tsai Ming-liang como el pintor detrás de los imponentes lienzos que ocurren en nuestra pantalla. Xuanzang camina a las orillas del estanque de Washington que apunta al enorme obelisco construido en honor al expresidente norteamericano que da nombre a la ciudad. La escena corta y el monje reaparece en medio de los corredores de Union Station y posteriormente en los pasillos del Museo Smithsoniano.
Tales escenarios que forman parte de la identidad de los norteamericanos se ven invadidos, pero no por Xuanzang sino por ellos mismos que pasan al lado del monje, de los edificios y monumentos apáticos, despistados, curiosos o absortos. Puede que Tsai Ming-liang controle los planos, el ritmo de su actor y los espacios que ha de ocupar, pero no puede hacerlo con el viento, el ruido de personas, automóviles, ambulancias y patrullas, las miradas curiosas que se cruzan, las interacciones ajenas que se cuelan, las reacciones de la gente ni la vida de la ciudad.
Este contraste plasma como en los anteriores capítulos de la serie ¨Walker¨ la premura en que vivimos que nos obliga a mantenernos en permanente desplazamiento, sin embargo, más importante desenmascara el artificio detrás de la vida y por increíble que parezca, del cine.
Moldeados por un cine de tomas cortas y montaje acelerado, mirar el tiempo real en pantalla se entiende como un ejercicio más de tedio que de apreciación para la mayoría, pero es lo que acerca más a Tsai Ming-liang para lo que el cine ha sido concebido; una ventana a la realidad. Porque no importa qué tan inverosímil sea un largometraje, lo que consciente o inconscientemente nos mantiene inmersos en la ficción, son siempre las reminiscencias con la realidad.
En Days, de Tsai Ming-liang, dos solitarios hombres, un trabajador sexual y aquel que paga por sus servicios toman la pantalla, se sientan sobre una cama ligeramente desatendida y uno de ellos recibe de manos del otro una pequeña cajita musical con la melodía de Limelight de Charles Chaplin, una película sobre un hombre solitario azotado por la tristeza y el fracaso de su carrera que inesperadamente salva a una mujer en sus mismas condiciones de un intento de suicidio. No hay diálogos, sus gestos y la melodía revelan más que cualquier palabra.
Ming-liang se rinde ante sus amantes que al menos por un momento en un pequeño cuarto de hotel son capaces de detener el tiempo.
Lo mismo ocurre con el monje quien, probablemente, en su más celebrada entrega de la serie, pues lleva el nombre homónimo, Walker, tras mirarlo caminando sobre las grandes multitudes y las calles saturadas de iluminación de Hong Kong, un pedazo de pan embolsado que como nosotros lo ha acompañado en su viaje termina siendo alegremente devorado por Kang-sheng.
El director rechaza la grandilocuencia y la espectacularidad y en su lugar prefiere desmantelar la farsa detrás del cine y confrontarnos con la realidad. Al desnudar el artificio, también lo hace con nosotros pues no solo hay un interés en que las miradas y reacciones de quienes cruzan frente a la cámara sino también en quienes están del otro lado en la sala de cine.
Es por lo que, como Apichatpong Weerasethakul quien alienta a no avergonzarse de dormirse en sus películas, Ming-liang se abre al rechazo. Porque hay en el bostezo y en el repudio la misma franqueza que quienes hace un siglo corrían despavoridos cuando la locomotora cruzaba frente al proyector de los Lumiere. Pero también la hay en quien, seducido por sus imágenes, como sus personajes, se siente capaz de detener el tiempo por unas horas, o en este caso, por 79 minutos.