El salón de profesores: Hacia una cultura punitivista

POR: JOSÉ LUIS SALAZAR

17-03-2024 12:28:16

El salón de profesores: Hacia una cultura punitivista


Aunque el discurso académico imperante y la problematización de ciertas cuestiones sociales encaminen las políticas públicas a la adopción de medidas que prioricen la justicia restaurativa, la reinserción social y el derecho penal mínimo, a nivel local como global podemos ver cómo nos dirigimos a una cultura que no busca la excarcelación y la restauración de daños sino mayores penas, agravar, torturar y el ostracismo. En El salón de profesores, nominada al Oscar a mejor película extranjera por Alemania, se nos pone la difícil tarea de abandonar las dinámicas sociales y las varas morales que nos hacen al delito querer pegar inmediatamente con el garrote.

En El Salon de Profesores, Carla Nowak (Leonie Benesch) es una profesora multidisciplinaria y “todóloga” en un instituto alemán, pues además de dar clases de matemáticas, instruye educación física,  ética y apoya también a sus alumnos en el periódico escolar. Tras presenciar cómo los profesores intimidan y aíslan a los alumnos forzándolos a delatarse entre sí de una serie de robos ocurridos en la escuela, ella se propone investigar por su cuenta. 


Coloca su cartera sobre su saco, deja el saco sobre una silla en la sala de maestros justo enfrente de su computadora, deja la computadora grabando y sale de ahí, en espera de que la grabación revele al ladrón. La cámara parece incriminar a Friederick Kuhn (Eva Löbau) tan solo por el distinguible patrón de la manga de su blusa que se asoma en el video a hurgar en los bolsillos del saco, sin embargo, con todo y pruebas, Kuhn afirma no haber sido ella.


El despido de Kuhn genera tensiones en los profesores quienes empiezan a desconfiar entre ellos y en especial a desconfiar de Carla, quien en un espacio privado como la sala de profesores se puso a grabarlos con su computadora “sabrá dios con qué propósitos”.


Los padres de familia se suman a la incomodidad tras saber de los interrogatorios y revisiones a sus hijos que derivaron en la detención de Ali, un niño iraní, cuyos padres acusaron a directivos de la escuela de perfilamiento racial y xenofobia por la sospecha y que se suman a los reclamos que ahora ellos hacen por lo sucedido con Kuhn y que haya grabaciones de por medio.


Aún así, la mayor de las inconformidades viene de Oskar, el niño más brillante del grupo de Carla e hijo de Kuhn, que incapaz de interceder por su madre se vuelca al sabotaje a la maestra y une a sus compañeros en su contra. Entre la horda de molestia extendida a profesores, directivos, padres de familia y estudiantes, la profesora Carla queda en medio de donde ya no se buscan soluciones sino responsables y castigos. 


Aunque el discurso académico imperante y la problematización de ciertas cuestiones sociales encaminen las políticas públicas a la adopción de medidas que prioricen la justicia restaurativa, la reinserción social y el derecho penal mínimo, a nivel local como global podemos ver cómo nos dirigimos a una cultura que no busca la excarcelación y la restauración de daños sino mayores penas, agravar, torturar y el ostracismo. En El salón de profesores, nominada al Oscar a mejor película extranjera por Alemania, se nos pone la difícil tarea de abandonar las dinámicas sociales y las varas morales que nos hacen al delito querer pegar inmediatamente con el garrote.  Carla Nowak (Leonie Benesch) es una profesora multidisciplinaria y “todóloga” en un instituto alemán, pues además de dar clases de matemáticas, instruye educación física,  ética y apoya también a sus alumnos en el periódico escolar. Tras presenciar cómo los profesores intimidan y aíslan a los alumnos forzándolos a delatarse entre sí de una serie de robos ocurridos en la escuela, ella se propone investigar por su cuenta.   Coloca su cartera sobre su saco, deja el saco sobre una silla en la sala de maestros justo enfrente de su computadora, deja la computadora grabando y sale de ahí, en espera de que la grabación revele al ladrón. La cámara parece incriminar a Friederick Kuhn (Eva Löbau) tan solo por el distinguible patrón de la manga de su blusa que se asoma en el video a hurgar en los bolsillos del saco, sin embargo, con todo y pruebas, Kuhn afirma no haber sido ella.  El despido de Kuhn genera tensiones en los profesores quienes empiezan a desconfiar entre ellos y en especial a desconfiar de Carla, quien en un espacio privado como la sala de profesores se puso a grabarlos con su computadora “sabrá dios con qué propósitos”.  Los padres de familia se suman a la incomodidad tras saber de los interrogatorios y revisiones a sus hijos que derivaron en la detención de Ali, un niño iraní, cuyos padres acusaron a directivos de la escuela de perfilamiento racial y xenofobia por la sospecha y que se suman a los reclamos que ahora ellos hacen por lo sucedido con Kuhn y que haya grabaciones de por medio.  Aun así, la mayor de las inconformidades viene de Oskar, el niño más brillante del grupo de Carla e hijo de Kuhn, que incapaz de interceder por su madre se vuelca al sabotaje a la maestra y une a sus compañeros en su contra. Entre la horda de molestia extendida a profesores, directivos, padres de familia y estudiantes, la profesora Carla queda en medio de donde ya no se buscan soluciones sino responsables y castigos.   En una cultura punitivista como la nuestra el castigo sirve como una forma de ejercer terror y control social. Implanta miedo en quien comete el delito, advierte al resto de las consecuencias de cometerlos y sobre todo, deja una marca, que señala al otro como amenaza. Nos intimida con lo que nos espera si no vivimos bajo la norma. Pero si la cárcel ni el castigo reducen el delito ¿entonces para qué sirven?  Enmarcado en la criminología crítica la acción delictiva es vista como una manifestación o consecuencia de una realidad social: pobreza, marginación, abandono institucional, violencia, etc. Al identificar la realidad social que puede orillar a las personas a cometer un delito o limitar su rango de acción para evitar caer en estos se puede tratar de forma específica y diferenciada, combatiendo o apoyando a aminorar aquel caldo de cultivo que favorece el crimen y su impunidad.  Otra de las propuestas es la justicia restaurativa, un enfoque no de prevención del delito como el anterior descrito sino de repartición de responsabilidades en donde se busca la retribución social y enfatizar en el fin último de la detección de un delito: la restauración de los daños.  La profesora abandera ambas posturas que no prosperan en espacios deseosos de castigos. Cuando la profesora descubre que Kuhn tomó su dinero primero la confronta esperando que ella lo admita y se llegue a una solución, pero tan pronto como ella lo niega y se indigna de la sospecha la denuncia con la directora escolar que, yendo contra los deseos de Nowak, la expulsa y entrega la evidencia a la policía para abrir un proceso penal.  Convergen en el mismo axioma los padres de familia, que molestos por la situación de sus hijos, exigen la expulsión de la profesora así mismo el profesorado que unen esfuerzos para censurar el periódico escolar, suspender a Oskar y aislar a los alumnos para que se delaten, a lo que, de nuevo, Nowak se opone incitándolos a no hablar e interviniendo en defensa de Oskar que, pese a ser un constante buscapleitos en clase, reconoce que exluirlo solo afectará más.  La solución que ofrecen los alumnos, los profesores y los padres de familia es la misma: el aislamiento y la condena. Esta perspectiva nace de la idea de que quienes cometen, ya no digamos delitos sino este tipo de conductas, son ajenas a la vida en comunidad, viven en otro lugar o realidad, cuando lo cierto es que crecen y cohabitan con todos nosotros, son hijos, hijas, sobrinos, sobrinas, estudiantes, trabajadores. Esto niega por completo su calidad humana y les coloca la etiqueta de enemigos de la sociedad, por ello lo que corresponde es aislarlos y castigarlos. Esperando que después de pagar por sus actos hayan aprendido de las tortuosas consecuencias y se apeguen a los convencionalismos sociales.  Esta es una formalidad. Una perspectiva deplorable pero apenas legal, sin embargo, la discusión social parece dirigirse poco a poco a la validación de la tortura. En los últimos años los discursos políticos han lanzado propuestas de aumento de condenas y mayor severidad en los castigos fabricando una falsa relación entre estas medidas y la reducción del delito. Como si la severidad de las penas y torturas fuera proporcional a la disminución de actos delictivos. Se alimenta entonces no un deseo de justicia sino de revanchismo: la violación de derechos humanos de los presos se justifica en que al haber cometido un crimen solo merecen el garrote y la muerte.  Estos discursos toman impulso del miedo: de colocarnos en la cara cadáveres, cuerpos y barbarie para que pidamos represión con fuerza, de poner al otro en situación de extraño y ajeno, borrándole su rostro humano y llenándole de etiquetas que socialmente se nos enseña a condenar: el desempleado, el drogadicto, el migrante, el sin hogar. Él se torna un ente abstracto donde caben toda la repugnancia posible: son sádicos, violentos, trastornados, asquerosos, impúdicos, grotescos. Como dije ya, nunca se miran como individuos en sociedad sino unos crecidos de forma aislada que vinieron a romper la paz y felicidad. Mientras aumenta la inversión en policías, órganos de control, elementos de vigilancia y seguridad privada, disminuye la destinada a trabajadores sociales, servicios de integración social, centros culturales barriales y apoyos sociales, de trabajo o de vivienda.  Cualquier cuestionamiento de la utilidad de mantener encarcelados a los causantes del dolor ajeno se considera un insulto hacia sus víctimas. La premisa es que, a menos crimen, más gente encarcelada y a más gente presa, viviremos más tranquilos.  Sin embargo, en una sociedad presa del terror al crimen organizado y a la violencia ya no hace falta el delito, a veces solo la sospecha. Lo cual es peligroso pues históricamente ha facilitado la fabricación de culpables, las detenciones arbitrarias, siembra de pruebas incriminatorias y violación de derechos humanos. Pero aún más peligroso es como rondan en redes y foros de discusión pública propuestas para criminalizar más actos desde la infidelidad en relaciones de pareja, la protesta social hasta la pobreza.  Ahí hay mujeres y hombres que celebran contratos hechos ante notarios que garantizan fidelidad perpetua y en caso de incumplimiento, las herramientas para iniciar procesos penales. Sin notarlo, retroceden a estar a un paso de distancia de apedrear adultero/as en plazas públicas como en la edad media. En Argentina o países que viven procesos fascistización clamando con fuerza el encierro al manifestante, a quien, por inconformidad, dicen, les ha de llenar las calles de tráfico. O en Estados Unidos que arresta y encarcela a personas sin hogar o a poblaciones precarizadas sin posibilidades de pagar multas de gobierno.  En la película de Ilker Catak, deja de importar el destino de Nowak, Kuhn, Oskar, del resto de profesores y de alumnos; el robo de unos cuantos centavos se convierte en la lucha por portar la macana que reprima a la masa. Donde no habrá final pues como ejemplifica su metraje: a mayor tortura, mayor respuesta.   En el salón de clases y en el de profesores nadie admite su rol en la creación de un espacio que favorece la impunidad, prefieren retirarse cargos de consciencia y castigar al delincuente. El colega, compañero y vecino es ahora un extraño, ajeno y salvaje: que roba, sabotea y calumnia, sin entenderlo como individuo en sociedad y moldeado por los hábitos de aquella de la que se le acaba de expulsar.  Kuhn y su hijo Oskar son iguales. Del mismo núcleo familiar y escolar/laboral. Kuhn convive en un entorno de profesores agresivos, intimidantes, mentirosos y solapadores con estudiantes; Oskar en uno de alumnos chantajistas, manipuladores y delatores. Ambos moldeados por su entorno, cuyo único crimen es ser resultado de estos más la mala suerte de aparecer en video.  Se necesita una aproximación diferente, buscando formas de convivir y resolver conflictos de manera comunitaria, sin recurrir al lenguaje judicial inentendible y a la persecución y vigilancia. Pero para alcanzar el diálogo tenemos que dejar de entender la justicia desde la misma definición que se nos ha impuesto, en la que la víctima tenga la oportunidad de ser ahora el victimario, para encontrar una que nos permita resarcir daños y reconocer actos, acompañados, siempre en colectivo.  Si existe crimen no es responsabilidad de uno, es de todos.


En una cultura punitivista como la nuestra el castigo sirve como una forma de ejercer terror y control social. Implanta miedo en quien comete el delito, advierte al resto de las consecuencias de cometerlos y sobre todo, deja una marca, que señala al otro como amenaza. Nos intimida con lo que nos espera si no vivimos bajo la norma. Pero si la cárcel ni el castigo reducen el delito ¿entonces para qué sirven?


Enmarcado en la criminología crítica la acción delictiva es vista como una manifestación o consecuencia de una realidad social: pobreza, marginación, abandono institucional, violencia, etc. Al identificar la realidad social que puede orillar a las personas a cometer un delito o limitar su rango de acción para evitar caer en estos se puede tratar de forma específica y diferenciada, combatiendo o apoyando a aminorar aquel caldo de cultivo que favorece el crimen y su impunidad.


Otra de las propuestas es la justicia restaurativa, un enfoque no de prevención del delito como el anterior descrito sino de repartición de responsabilidades en donde se busca la retribución social y enfatizar en el fin último de la detección de un delito: la restauración de los daños.


La profesora abandera ambas posturas que no prosperan en espacios deseosos de castigos. Cuando la profesora descubre que Kuhn tomó su dinero primero la confronta esperando que ella lo admita y se llegue a una solución, pero tan pronto como ella lo niega y se indigna de la sospecha la denuncia con la directora escolar que, yendo contra los deseos de Nowak, la expulsa y entrega la evidencia a la policía para abrir un proceso penal.


Convergen en el mismo axioma los padres de familia, que molestos por la situación de sus hijos, exigen la expulsión de la profesora así mismo el profesorado que unen esfuerzos para censurar el periódico escolar, suspender a Oskar y aislar a los alumnos para que se delaten, a lo que, de nuevo, Nowak se opone incitándolos a no hablar e interviniendo en defensa de Oskar que, pese a ser un constante buscapleitos en clase, reconoce que exluirlo solo afectará más.



La solución que ofrecen los alumnos, los profesores y los padres de familia es la misma: el aislamiento y la condena. Esta perspectiva nace de la idea de que quienes cometen, ya no digamos delitos sino este tipo de conductas, son ajenas a la vida en comunidad, viven en otro lugar o realidad, cuando lo cierto es que crecen y cohabitan con todos nosotros, son hijos, hijas, sobrinos, sobrinas, estudiantes, trabajadores. Esto niega por completo su calidad humana y les coloca la etiqueta de enemigos de la sociedad, por ello lo que corresponde es aislarlos y castigarlos. Esperando que después de pagar por sus actos hayan aprendido de las tortuosas consecuencias y se apeguen a los convencionalismos sociales.


Esta es una formalidad. Una perspectiva deplorable pero apenas legal, sin embargo, la discusión social parece dirigirse poco a poco a la validación de la tortura. En los últimos años los discursos políticos han lanzado propuestas de aumento de condenas y mayor severidad en los castigos fabricando una falsa relación entre estas medidas y la reducción del delito. Como si la severidad de las penas y torturas fuera proporcional a la disminución de actos delictivos. Se alimenta entonces no un deseo de justicia sino de revanchismo: la violación de derechos humanos de los presos se justifica en que al haber cometido un crimen solo merecen el garrote y la muerte.


Estos discursos toman impulso del miedo: de colocarnos en la cara cadáveres, cuerpos y barbarie para que pidamos represión con fuerza, de poner al otro en situación de extraño y ajeno, borrándole su rostro humano y llenándole de etiquetas que socialmente se nos enseña a condenar: el desempleado, el drogadicto, el migrante, el sin hogar. Él se torna un ente abstracto donde caben toda la repugnancia posible: son sádicos, violentos, trastornados, asquerosos, impúdicos, grotescos. Como dije ya, nunca se miran como individuos en sociedad sino unos crecidos de forma aislada que vinieron a romper la paz y felicidad. Mientras aumenta la inversión en policías, órganos de control, elementos de vigilancia y seguridad privada, disminuye la destinada a trabajadores sociales, servicios de integración social, centros culturales barriales y apoyos sociales, de trabajo o de vivienda.


Cualquier cuestionamiento de la utilidad de mantener encarcelados a los causantes del dolor ajeno se considera un insulto hacia sus víctimas. La premisa es que, a menos crimen, más gente encarcelada y a más gente presa, viviremos más tranquilos.


Sin embargo, en una sociedad presa del terror al crimen organizado y a la violencia ya no hace falta el delito, a veces solo la sospecha. Lo cual es peligroso pues históricamente ha facilitado la fabricación de culpables, las detenciones arbitrarias, siembra de pruebas incriminatorias y violación de derechos humanos. Pero aún más peligroso es como rondan en redes y foros de discusión pública propuestas para criminalizar más actos desde la infidelidad en relaciones de pareja, la protesta social hasta la pobreza.


Aunque el discurso académico imperante y la problematización de ciertas cuestiones sociales encaminen las políticas públicas a la adopción de medidas que prioricen la justicia restaurativa, la reinserción social y el derecho penal mínimo, a nivel local como global podemos ver cómo nos dirigimos a una cultura que no busca la excarcelación y la restauración de daños sino mayores penas, agravar, torturar y el ostracismo. En El salón de profesores, nominada al Oscar a mejor película extranjera por Alemania, se nos pone la difícil tarea de abandonar las dinámicas sociales y las varas morales que nos hacen al delito querer pegar inmediatamente con el garrote.  Carla Nowak (Leonie Benesch) es una profesora multidisciplinaria y “todóloga” en un instituto alemán, pues además de dar clases de matemáticas, instruye educación física,  ética y apoya también a sus alumnos en el periódico escolar. Tras presenciar cómo los profesores intimidan y aíslan a los alumnos forzándolos a delatarse entre sí de una serie de robos ocurridos en la escuela, ella se propone investigar por su cuenta.   Coloca su cartera sobre su saco, deja el saco sobre una silla en la sala de maestros justo enfrente de su computadora, deja la computadora grabando y sale de ahí, en espera de que la grabación revele al ladrón. La cámara parece incriminar a Friederick Kuhn (Eva Löbau) tan solo por el distinguible patrón de la manga de su blusa que se asoma en el video a hurgar en los bolsillos del saco, sin embargo, con todo y pruebas, Kuhn afirma no haber sido ella.  El despido de Kuhn genera tensiones en los profesores quienes empiezan a desconfiar entre ellos y en especial a desconfiar de Carla, quien en un espacio privado como la sala de profesores se puso a grabarlos con su computadora “sabrá dios con qué propósitos”.  Los padres de familia se suman a la incomodidad tras saber de los interrogatorios y revisiones a sus hijos que derivaron en la detención de Ali, un niño iraní, cuyos padres acusaron a directivos de la escuela de perfilamiento racial y xenofobia por la sospecha y que se suman a los reclamos que ahora ellos hacen por lo sucedido con Kuhn y que haya grabaciones de por medio.  Aun así, la mayor de las inconformidades viene de Oskar, el niño más brillante del grupo de Carla e hijo de Kuhn, que incapaz de interceder por su madre se vuelca al sabotaje a la maestra y une a sus compañeros en su contra. Entre la horda de molestia extendida a profesores, directivos, padres de familia y estudiantes, la profesora Carla queda en medio de donde ya no se buscan soluciones sino responsables y castigos.   En una cultura punitivista como la nuestra el castigo sirve como una forma de ejercer terror y control social. Implanta miedo en quien comete el delito, advierte al resto de las consecuencias de cometerlos y sobre todo, deja una marca, que señala al otro como amenaza. Nos intimida con lo que nos espera si no vivimos bajo la norma. Pero si la cárcel ni el castigo reducen el delito ¿entonces para qué sirven?  Enmarcado en la criminología crítica la acción delictiva es vista como una manifestación o consecuencia de una realidad social: pobreza, marginación, abandono institucional, violencia, etc. Al identificar la realidad social que puede orillar a las personas a cometer un delito o limitar su rango de acción para evitar caer en estos se puede tratar de forma específica y diferenciada, combatiendo o apoyando a aminorar aquel caldo de cultivo que favorece el crimen y su impunidad.  Otra de las propuestas es la justicia restaurativa, un enfoque no de prevención del delito como el anterior descrito sino de repartición de responsabilidades en donde se busca la retribución social y enfatizar en el fin último de la detección de un delito: la restauración de los daños.  La profesora abandera ambas posturas que no prosperan en espacios deseosos de castigos. Cuando la profesora descubre que Kuhn tomó su dinero primero la confronta esperando que ella lo admita y se llegue a una solución, pero tan pronto como ella lo niega y se indigna de la sospecha la denuncia con la directora escolar que, yendo contra los deseos de Nowak, la expulsa y entrega la evidencia a la policía para abrir un proceso penal.  Convergen en el mismo axioma los padres de familia, que molestos por la situación de sus hijos, exigen la expulsión de la profesora así mismo el profesorado que unen esfuerzos para censurar el periódico escolar, suspender a Oskar y aislar a los alumnos para que se delaten, a lo que, de nuevo, Nowak se opone incitándolos a no hablar e interviniendo en defensa de Oskar que, pese a ser un constante buscapleitos en clase, reconoce que exluirlo solo afectará más.  La solución que ofrecen los alumnos, los profesores y los padres de familia es la misma: el aislamiento y la condena. Esta perspectiva nace de la idea de que quienes cometen, ya no digamos delitos sino este tipo de conductas, son ajenas a la vida en comunidad, viven en otro lugar o realidad, cuando lo cierto es que crecen y cohabitan con todos nosotros, son hijos, hijas, sobrinos, sobrinas, estudiantes, trabajadores. Esto niega por completo su calidad humana y les coloca la etiqueta de enemigos de la sociedad, por ello lo que corresponde es aislarlos y castigarlos. Esperando que después de pagar por sus actos hayan aprendido de las tortuosas consecuencias y se apeguen a los convencionalismos sociales.  Esta es una formalidad. Una perspectiva deplorable pero apenas legal, sin embargo, la discusión social parece dirigirse poco a poco a la validación de la tortura. En los últimos años los discursos políticos han lanzado propuestas de aumento de condenas y mayor severidad en los castigos fabricando una falsa relación entre estas medidas y la reducción del delito. Como si la severidad de las penas y torturas fuera proporcional a la disminución de actos delictivos. Se alimenta entonces no un deseo de justicia sino de revanchismo: la violación de derechos humanos de los presos se justifica en que al haber cometido un crimen solo merecen el garrote y la muerte.  Estos discursos toman impulso del miedo: de colocarnos en la cara cadáveres, cuerpos y barbarie para que pidamos represión con fuerza, de poner al otro en situación de extraño y ajeno, borrándole su rostro humano y llenándole de etiquetas que socialmente se nos enseña a condenar: el desempleado, el drogadicto, el migrante, el sin hogar. Él se torna un ente abstracto donde caben toda la repugnancia posible: son sádicos, violentos, trastornados, asquerosos, impúdicos, grotescos. Como dije ya, nunca se miran como individuos en sociedad sino unos crecidos de forma aislada que vinieron a romper la paz y felicidad. Mientras aumenta la inversión en policías, órganos de control, elementos de vigilancia y seguridad privada, disminuye la destinada a trabajadores sociales, servicios de integración social, centros culturales barriales y apoyos sociales, de trabajo o de vivienda.  Cualquier cuestionamiento de la utilidad de mantener encarcelados a los causantes del dolor ajeno se considera un insulto hacia sus víctimas. La premisa es que, a menos crimen, más gente encarcelada y a más gente presa, viviremos más tranquilos.  Sin embargo, en una sociedad presa del terror al crimen organizado y a la violencia ya no hace falta el delito, a veces solo la sospecha. Lo cual es peligroso pues históricamente ha facilitado la fabricación de culpables, las detenciones arbitrarias, siembra de pruebas incriminatorias y violación de derechos humanos. Pero aún más peligroso es como rondan en redes y foros de discusión pública propuestas para criminalizar más actos desde la infidelidad en relaciones de pareja, la protesta social hasta la pobreza.  Ahí hay mujeres y hombres que celebran contratos hechos ante notarios que garantizan fidelidad perpetua y en caso de incumplimiento, las herramientas para iniciar procesos penales. Sin notarlo, retroceden a estar a un paso de distancia de apedrear adultero/as en plazas públicas como en la edad media. En Argentina o países que viven procesos fascistización clamando con fuerza el encierro al manifestante, a quien, por inconformidad, dicen, les ha de llenar las calles de tráfico. O en Estados Unidos que arresta y encarcela a personas sin hogar o a poblaciones precarizadas sin posibilidades de pagar multas de gobierno.  En la película de Ilker Catak, deja de importar el destino de Nowak, Kuhn, Oskar, del resto de profesores y de alumnos; el robo de unos cuantos centavos se convierte en la lucha por portar la macana que reprima a la masa. Donde no habrá final pues como ejemplifica su metraje: a mayor tortura, mayor respuesta.   En el salón de clases y en el de profesores nadie admite su rol en la creación de un espacio que favorece la impunidad, prefieren retirarse cargos de consciencia y castigar al delincuente. El colega, compañero y vecino es ahora un extraño, ajeno y salvaje: que roba, sabotea y calumnia, sin entenderlo como individuo en sociedad y moldeado por los hábitos de aquella de la que se le acaba de expulsar.  Kuhn y su hijo Oskar son iguales. Del mismo núcleo familiar y escolar/laboral. Kuhn convive en un entorno de profesores agresivos, intimidantes, mentirosos y solapadores con estudiantes; Oskar en uno de alumnos chantajistas, manipuladores y delatores. Ambos moldeados por su entorno, cuyo único crimen es ser resultado de estos más la mala suerte de aparecer en video.  Se necesita una aproximación diferente, buscando formas de convivir y resolver conflictos de manera comunitaria, sin recurrir al lenguaje judicial inentendible y a la persecución y vigilancia. Pero para alcanzar el diálogo tenemos que dejar de entender la justicia desde la misma definición que se nos ha impuesto, en la que la víctima tenga la oportunidad de ser ahora el victimario, para encontrar una que nos permita resarcir daños y reconocer actos, acompañados, siempre en colectivo.  Si existe crimen no es responsabilidad de uno, es de todos.


Ahí hay mujeres y hombres que celebran contratos hechos ante notarios que garantizan fidelidad perpetua y en caso de incumplimiento, las herramientas para iniciar procesos penales. Sin notarlo, retroceden a estar a un paso de distancia de apedrear adultero/as en plazas públicas como en la edad media. En Argentina o países que viven procesos fascistización clamando con fuerza el encierro al manifestante, a quien, por inconformidad, dicen, les ha de llenar las calles de tráfico. O en Estados Unidos que arresta y encarcela a personas sin hogar o a poblaciones precarizadas sin posibilidades de pagar multas de gobierno.


En El Salón de Profesores, de Ilker Catak, deja de importar el destino de Nowak, Kuhn, Oskar, del resto de profesores y de alumnos; el robo de unos cuantos centavos se convierte en la lucha por portar la macana que reprima a la masa. Donde no habrá final pues como ejemplifica su metraje: a mayor tortura, mayor respuesta. 


En el salón de clases y en el de profesores nadie admite su rol en la creación de un espacio que favorece la impunidad, prefieren retirarse cargos de consciencia y castigar al delincuente. El colega, compañero y vecino es ahora un extraño, ajeno y salvaje: que roba, sabotea y calumnia, sin entenderlo como individuo en sociedad y moldeado por los hábitos de aquella de la que se le acaba de expulsar.


Kuhn y su hijo Oskar son iguales. Del mismo núcleo familiar y escolar/laboral. Kuhn convive en un entorno de profesores agresivos, intimidantes, mentirosos y solapadores con estudiantes; Oskar en uno de alumnos chantajistas, manipuladores y delatores. Ambos moldeados por su entorno, cuyo único crimen es ser resultado de estos más la mala suerte de aparecer en video.


Se necesita una aproximación diferente, buscando formas de convivir y resolver conflictos de manera comunitaria, sin recurrir al lenguaje judicial inentendible y a la persecución y vigilancia. Pero para alcanzar el diálogo tenemos que dejar de entender la justicia desde la misma definición que se nos ha impuesto, en la que la víctima tenga la oportunidad de ser ahora el victimario, para encontrar una que nos permita resarcir daños y reconocer actos, acompañados, siempre en colectivo.


Si existe crimen no es responsabilidad de uno, es de todos.



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