The Father, el dolor y el tiempo
POR: ALEX VANSS
01-04-2021 14:00:57
Hace años tuve una compañera de trabajo llamada Carmen, ella nos contaba sobre su mamá, de cómo su condición médica la desorientaba, le jugaba malas pasadas con su memoria, le hacía desconocer a sus seres queridos; si bien sentía empatía con Carmen me era muy difícil dimensionar su dolor. Comparto esta anécdota porque luego de ver The Father, estoy convencido de que ahí radica la fuerza de la película: en la sensibilidad de su director Florian Zeller y su sobresaliente uso del lenguaje cinematográfico que nos permite ver, palpar y experimentar la impotencia y la tristeza de una familia que sufre por ver extinguirse a uno de sus integrantes.
Zeller domina la dramaturgia de The Father porque él mismo la montó en Francia bajo el nombre de Le Père, sin embargo, no siempre las obras de teatro son bien adaptadas al cine, cada uno tiene sus singularidades, por ejemplo, en el cine hay cosas que el emplazamiento de la cámara puede comunicar. Ahora bien, aunque el filme hereda algunas cosas de la puesta en escena, sobre todos esos espacios abiertos donde la cámara solo ve lo que acontece como un voyeur, es en el montaje donde radica toda la fuerza dramática y construye completamente la narrativa audiovisual más allá del diseño de producción o sonoro.
Dicho lo anterior, hay que darle todo el crédito a Yorgos Lamprinos, quien supo editar una historia que nos pone en los pies de Anthony -magistralmente interpretado por Anthony Hopkins- y logra confundirnos, desorientarnos y sentir la desesperación e impotencia de un hombre que no sabe qué le sucede, que no entiende los cambios y no sabe cómo se le escapa el tiempo.
¡Ah! el tiempo, ese ser etéreo tan cruel, que en la antigüedad los griegos lo convirtieron en un Dios que devora a sus hijos y que en tiempos pandémicos "descubrimos" que pasa inexorablemente, que se va y no vuelve, que en su camino nos deja alegrías y tristeza, que como buen Dios se burla de nuestras heridas humanas porque el tiempo no lo cura todo, sobre todo cuando alguien se queda anclado a un presente que no existe más, y en el filme lo vemos todo el tiempo pero lo sentimos, lo aterrizamos, lo vemos en la angustia que siente Anthony cada que busca y no encuentra su reloj de pulsera, una pequeñez pero de un valor simbólico enorme. Y es que de esas pequeñeces está hecho el mundo y el filme, de cosas que damos por hecho, que no nos cuestionamos hasta que suceden o más bien, no suceden, como ponerte un suéter, atar un cordón o comer.
La actuación de Hopkins es magistral, en él podemos ver al hombre duro y caprichoso, al ser temeroso y desconcertado, por momentos incluso su rostro también lo desconocemos, no es el villano de El silencio de los inocentes, es más bien un hombre común que se extingue y no lo sabe.
Se dice que en el teatro lo que importa es cómo colocas la voz y que en el cine lo importante es lo que expresas con los ojos, si esta premisa es cierta, Anthony Hopkins la conoce a plenitud pues esos ojos nos muestran el alma de su personaje y también nos indica cuando éste se ha ido. Y qué decir de Olivia Colman -a quien amo con ciega fe desde que la vi en Broadchurch- que carga con un papel tan pesado como una lápida, una hija que no sabe qué hacer, que sufre cuando su padre la desconoce, que debe tomar decisiones que muy posiblemente provoquen lágrimas y tristeza pero debe hacerlas porque así es la vida.
En resumen, el filme que nos regala Zeller es duro pero sensible, lo suficientemente digno e inteligente para que como espectadores provoquemos la discusión de una enfermedad que a cualquiera le puede suceder, -que a mí en lo particular me aterra- que conectemos con quien la sufre y que no levantemos juicios contra las familias de los enfermos, que hablemos de la vejez con dignidad y que nos cuestionemos si en nuestro entorno esto puede ser posible, que seamos sensibles al dolor del otro y que sobre todo, busquemos ser felices, mientras nos quede tiempo.
Hace años tuve una compañera de trabajo llamada Carmen, ella nos contaba sobre su mamá, de cómo su condición médica la desorientaba, le jugaba malas pasadas con su memoria, le hacía desconocer a sus seres queridos; si bien sentía empatía con Carmen me era muy difícil dimensionar su dolor. Comparto esta anécdota porque luego de ver The Father, estoy convencido de que ahí radica la fuerza de la película: en la sensibilidad de su director Florian Zeller y su sobresaliente uso del lenguaje cinematográfico que nos permite ver, palpar y experimentar la impotencia y la tristeza de una familia que sufre por ver extinguirse a uno de sus integrantes.
Zeller domina la dramaturgia de The Father porque él mismo la montó en Francia bajo el nombre de Le Père, sin embargo, no siempre las obras de teatro son bien adaptadas al cine, cada uno tiene sus singularidades, por ejemplo, en el cine hay cosas que el emplazamiento de la cámara puede comunicar. Ahora bien, aunque el filme hereda algunas cosas de la puesta en escena, sobre todos esos espacios abiertos donde la cámara solo ve lo que acontece como un voyeur, es en el montaje donde radica toda la fuerza dramática y construye completamente la narrativa audiovisual más allá del diseño de producción o sonoro.
Dicho lo anterior, hay que darle todo el crédito a Yorgos Lamprinos, quien supo editar una historia que nos pone en los pies de Anthony -magistralmente interpretado por Anthony Hopkins- y logra confundirnos, desorientarnos y sentir la desesperación e impotencia de un hombre que no sabe qué le sucede, que no entiende los cambios y no sabe cómo se le escapa el tiempo.
¡Ah! el tiempo, ese ser etéreo tan cruel, que en la antigüedad los griegos lo convirtieron en un Dios que devora a sus hijos y que en tiempos pandémicos "descubrimos" que pasa inexorablemente, que se va y no vuelve, que en su camino nos deja alegrías y tristeza, que como buen Dios se burla de nuestras heridas humanas porque el tiempo no lo cura todo, sobre todo cuando alguien se queda anclado a un presente que no existe más, y en el filme lo vemos todo el tiempo pero lo sentimos, lo aterrizamos, lo vemos en la angustia que siente Anthony cada que busca y no encuentra su reloj de pulsera, una pequeñez pero de un valor simbólico enorme. Y es que de esas pequeñeces está hecho el mundo y el filme, de cosas que damos por hecho, que no nos cuestionamos hasta que suceden o más bien, no suceden, como ponerte un suéter, atar un cordón o comer.
La actuación de Hopkins es magistral, en él podemos ver al hombre duro y caprichoso, al ser temeroso y desconcertado, por momentos incluso su rostro también lo desconocemos, no es el villano de El silencio de los inocentes, es más bien un hombre común que se extingue y no lo sabe.
Se dice que en el teatro lo que importa es cómo colocas la voz y que en el cine lo importante es lo que expresas con los ojos, si esta premisa es cierta, Anthony Hopkins la conoce a plenitud pues esos ojos nos muestran el alma de su personaje y también nos indica cuando éste se ha ido. Y qué decir de Olivia Colman -a quien amo con ciega fe desde que la vi en Broadchurch- que carga con un papel tan pesado como una lápida, una hija que no sabe qué hacer, que sufre cuando su padre la desconoce, que debe tomar decisiones que muy posiblemente provoquen lágrimas y tristeza pero debe hacerlas porque así es la vida.
En resumen, el filme que nos regala Zeller es duro pero sensible, lo suficientemente digno e inteligente para que como espectadores provoquemos la discusión de una enfermedad que a cualquiera le puede suceder, -que a mí en lo particular me aterra- que conectemos con quien la sufre y que no levantemos juicios contra las familias de los enfermos, que hablemos de la vejez con dignidad y que nos cuestionemos si en nuestro entorno esto puede ser posible, que seamos sensibles al dolor del otro y que sobre todo, busquemos ser felices, mientras nos quede tiempo.