Los Lobos: la mirada a la ”manada” social
POR: GUSTAVO AMBROSIO
25-11-2020 02:24:02
Aunque estemos aislados y hayamos roto el pacto de socialización, que nos identifica como especie, en esta pandemia, el desmoronamiento de la mentira del éxito y la tiranía del consumo están revelando más que nunca la importancia de ponerse en los zapatos del otro. De extender una mano. De solidarizarse en medio del siniestro en la nave del supuesto progreso.
Los lobos reaccionan cuando su manda se fragmenta, cuando se les coarta la libertad o cuando el mundo para ellos resulta hostil. Ambas somos especies de unión y, por ellos, no hay mejor título para la propuesta cinematográfica de Samuel Kishi Leopo.
Lucía y sus dos pequeños, Max y Leon, huyen a Estados Unidos en busca de una vida mejor, o al menos más digna. Salen de la podredumbre de un México colapsado en todos los sentidos para darse cuenta que el país de los no es precisamente el oasis de los sueños cumplidos.
Kishi Leopo se apoya del punto de vista infantil para recalcar una historia de dos pequeños que están aprendiendo, a la mala, las reglas del mundo y, sobre todo, de la cultura que se ha encargado de desbaratar su lugar de origen y que al mismo tiempo les ofrece las orillas marginadas para la mano de obra barata que sostiene el modus vivendi que los estadounidenses se jactan de tener.
La escena de Halloween del vagabundo con el foco es quizá una de las más dolorosas y honestas respecto al problema del narcotráfico y sus efectos sociales que se han filmado en el cine actual. Lejos del amarillismo o el panfleto, su construcción visual supura la verdad de cómo, conforme crecemos, vamos rompiendo o abriendo los secretos del horror que el propio lenguaje, o la familia, se encargan de esconder.
La película es un recorrido hacia una construcción de la comunidad. Del hambre, el dolor, la humillación y el cansancio colectivo. Más allá de idiomas o formas de ser. La frustración se revienta como los cristales y objetos que en una de las escenas, los niños del vecindario lanzan. Son gritos.
Si Florida Project retrata a los niños marginados en el “país de las oportunidades” que viven afuera de Disneylandia, el director jalisciense pone la otra cara de la moneda. Aquellos niños que llegan esperando ver los castillos y la alegría. Ambos coming of age plasman uno, el pesimismo agridulce de una generación que se pierde más y más, y el otro, una declaración de esperanza que no deja de darnos una sensación de agotamiento total.
Con un estilo en cámara evocador de Ken Loach o el más incisivo Free Cinema, el cineasta nos recuerda la dignidad, no solo de los migrantes, sino del ser humano. Nuestra posibilidad de formar “manadas” y de mostrarnos orgullosos integrantes de una sociedad que ha sido destruida.
Martha Reyes y los hermanos Nájar logran generar una empatía hipnótica, juguetona que emana naturalidad y pasión. Su integración e interacción con los otros personajes es tal, que parece innecesaria, aunque se entiende el motivo, la integración de la casi fotosecuencia final de los habitantes de ese espacio en Albuquerque. Los personajes por sí solos sostienen el significado y son universales.
Los Lobos es una película que humaniza. Que dignifica. Y que te hace sentir en medio de una manada, que tal vez limpie tus lágrimas en medio del caos que estamos viviendo. Nos ayuda a ver que más allá de los discursos o los objetos, están las personas y sus ganas de mantenerse vivas.
Aunque estemos aislados y hayamos roto el pacto de socialización, que nos identifica como especie, en esta pandemia, el desmoronamiento de la mentira del éxito y la tiranía del consumo están revelando más que nunca la importancia de ponerse en los zapatos del otro. De extender una mano. De solidarizarse en medio del siniestro en la nave del supuesto progreso.
Los lobos reaccionan cuando su manda se fragmenta, cuando se les coarta la libertad o cuando el mundo para ellos resulta hostil. Ambas somos especies de unión y, por ellos, no hay mejor título para la propuesta cinematográfica de Samuel Kishi Leopo.
Lucía y sus dos pequeños, Max y Leon, huyen a Estados Unidos en busca de una vida mejor, o al menos más digna. Salen de la podredumbre de un México colapsado en todos los sentidos para darse cuenta que el país de los no es precisamente el oasis de los sueños cumplidos.
Kishi Leopo se apoya del punto de vista infantil para recalcar una historia de dos pequeños que están aprendiendo, a la mala, las reglas del mundo y, sobre todo, de la cultura que se ha encargado de desbaratar su lugar de origen y que al mismo tiempo les ofrece las orillas marginadas para la mano de obra barata que sostiene el modus vivendi que los estadounidenses se jactan de tener.
La escena de Halloween del vagabundo con el foco es quizá una de las más dolorosas y honestas respecto al problema del narcotráfico y sus efectos sociales que se han filmado en el cine actual. Lejos del amarillismo o el panfleto, su construcción visual supura la verdad de cómo, conforme crecemos, vamos rompiendo o abriendo los secretos del horror que el propio lenguaje, o la familia, se encargan de esconder.
La película es un recorrido hacia una construcción de la comunidad. Del hambre, el dolor, la humillación y el cansancio colectivo. Más allá de idiomas o formas de ser. La frustración se revienta como los cristales y objetos que en una de las escenas, los niños del vecindario lanzan. Son gritos.
Si Florida Project retrata a los niños marginados en el “país de las oportunidades” que viven afuera de Disneylandia, el director jalisciense pone la otra cara de la moneda. Aquellos niños que llegan esperando ver los castillos y la alegría. Ambos coming of age plasman uno, el pesimismo agridulce de una generación que se pierde más y más, y el otro, una declaración de esperanza que no deja de darnos una sensación de agotamiento total.
Con un estilo en cámara evocador de Ken Loach o el más incisivo Free Cinema, el cineasta nos recuerda la dignidad, no solo de los migrantes, sino del ser humano. Nuestra posibilidad de formar “manadas” y de mostrarnos orgullosos integrantes de una sociedad que ha sido destruida.
Martha Reyes y los hermanos Nájar logran generar una empatía hipnótica, juguetona que emana naturalidad y pasión. Su integración e interacción con los otros personajes es tal, que parece innecesaria, aunque se entiende el motivo, la integración de la casi fotosecuencia final de los habitantes de ese espacio en Albuquerque. Los personajes por sí solos sostienen el significado y son universales.
Los Lobos es una película que humaniza. Que dignifica. Y que te hace sentir en medio de una manada, que tal vez limpie tus lágrimas en medio del caos que estamos viviendo. Nos ayuda a ver que más allá de los discursos o los objetos, están las personas y sus ganas de mantenerse vivas.