Moronga: microcosmos humanobestial
POR: MAURICIO HERNÁNDEZ
04-10-2018 14:06:26
Dentro de la ya conocida época baja del cine de horror aún podemos encontrar pequeños destellos de lucidez. Muy de vez en cuando aparece una Bruja (Robert Eggers, 2015) o El legado del diablo (Ari Aster, 2018). Mientras que en la producción mexicana de género vemos ya muy lejana Veneno para las hadas (1984), por ejemplo. Virtuosas o no, las cintas mexicanas de horror generalmente se han mantenido (y encerrado) en los estrechos estatutos, pero de vez en cuando aparece una Moronga, ganadora de cuatro premios en Feratum Film Festival 2018.
En la actualidad se mantiene la apuesta por el común catálogo de seres paranormales como demonios o fantasmas, siendo muy pocas las producciones que se atreven a modificar las convenciones del subgénero elegido o de siquiera darle un ligero giro. Y mucho menos en el cine mexicano… pero de vez en cuando aparece una Moronga.
Moronga, primera ficción de John Dickie, cuenta sobre los últimos días del exmarino Frank Peluco (Matt O’Leary), quien ha llegado al pueblo de Santa Moronga, supuestamente a morir. En el agitado pueblo ubicado en el estado de Oaxaca del 2006, en medio del conflicto magisterial, el güero queda entre protestas, un conflicto familiar y un asesinato en el que podría estar o no involucrado -no adelantaré nada.
Con un desarrollo que evita la categorización dentro de un determinado género, esta película muestra -y se vanagloria- de no seguir regla alguna con respecto a su relato. Tomándose muchas libertades con su tratamiento no lineal, por momentos la atención se escapa de la trama y va hacia el transcurso, a la vista, disparatado de todo: un gringo loco que empieza a fregar a un mormón, unos activistas que tienen dificultades para decir “neoliberalismo”, un travesti (excelente Kristyan Ferrer) que quiere con el protagonista y un señor malhumorado que, aparentemente, es el corrupto mandamás en el pueblo. Sí, todo eso en una sola secuencia que es tan llamativa como puede llegar a ser confusa.
Sin embargo, a pesar de su gran despliegue de locura, el argumento cierra perfectamente circular para que todo tenga sentido con el pasar de los minutos, apoyándose también en recursos tan básicos como el bendito montaje, una herramienta que está ahí desde los inicios del lenguaje cinematográfico, pero que pocas veces -especialmente en el contexto del cine mexicano de género- se usa con una pizca de imaginación y atrevimiento. Y es con el montaje que se introduce la verdadera sustancia: el matiz surrealista. Sí, aunque la palabra pese mucho por recordar a nombres gigantescos en la historia del arte, el delirio se inserta al colocar imágenes o fragmentos que, en apariencia, son inconexos entre sí, pero que van de acuerdo a la circularidad antes mencionada. Este montaje incluso apoya al momento de las escenas gore, utilizando clips de cerdos que sustituyen en pantalla al sujeto que recibe la acción, pero que se completa narrativamente con la imaginación del espectador. Claro, esto igualmente sirve como una alegoría al título.
Asimismo, este filme contiene un sólido discurso sociopolítico, pues… ¿no es este poblado una representación microcósmica de México? Las protestas de los oprimidos contra el sistema capitalista-neoliberal, un pueblo alegremente indiferente y bonachón, los miembros pertenecientes a la comunidad LGBT que forman parte del gran marco social, el déspota ricachón con florido vocabulario, los crímenes normalizados… Todos convivimos con la bestialidad, ya sea la propia, la ajena y/o ambas. En palabras del propio Dickie, el surrealismo oaxaqueño (entreverado en el gran surrealismo nacional) es lo que quería representar en su proyecto… y lo ha logrado. México no tiene sentido; a la vez, tiene todo el sentido que los que vivimos aquí le podemos encontrar.
Moronga se establece como un sorprendente devaneo por su adecuado empleo del lenguaje fílmico, osada en su composición y nutrida en su comentario sociopolítico. Una interesante y osada exhibición de la brutal naturaleza de este país.
Dentro de la ya conocida época baja del cine de horror aún podemos encontrar pequeños destellos de lucidez. Muy de vez en cuando aparece una Bruja (Robert Eggers, 2015) o El legado del diablo (Ari Aster, 2018). Mientras que en la producción mexicana de género vemos ya muy lejana Veneno para las hadas (1984), por ejemplo. Virtuosas o no, las cintas mexicanas de horror generalmente se han mantenido (y encerrado) en los estrechos estatutos, pero de vez en cuando aparece una Moronga, ganadora de cuatro premios en Feratum Film Festival 2018.
En la actualidad se mantiene la apuesta por el común catálogo de seres paranormales como demonios o fantasmas, siendo muy pocas las producciones que se atreven a modificar las convenciones del subgénero elegido o de siquiera darle un ligero giro. Y mucho menos en el cine mexicano… pero de vez en cuando aparece una Moronga.
Moronga, primera ficción de John Dickie, cuenta sobre los últimos días del exmarino Frank Peluco (Matt O’Leary), quien ha llegado al pueblo de Santa Moronga, supuestamente a morir. En el agitado pueblo ubicado en el estado de Oaxaca del 2006, en medio del conflicto magisterial, el güero queda entre protestas, un conflicto familiar y un asesinato en el que podría estar o no involucrado -no adelantaré nada.
Con un desarrollo que evita la categorización dentro de un determinado género, esta película muestra -y se vanagloria- de no seguir regla alguna con respecto a su relato. Tomándose muchas libertades con su tratamiento no lineal, por momentos la atención se escapa de la trama y va hacia el transcurso, a la vista, disparatado de todo: un gringo loco que empieza a fregar a un mormón, unos activistas que tienen dificultades para decir “neoliberalismo”, un travesti (excelente Kristyan Ferrer) que quiere con el protagonista y un señor malhumorado que, aparentemente, es el corrupto mandamás en el pueblo. Sí, todo eso en una sola secuencia que es tan llamativa como puede llegar a ser confusa.
Sin embargo, a pesar de su gran despliegue de locura, el argumento cierra perfectamente circular para que todo tenga sentido con el pasar de los minutos, apoyándose también en recursos tan básicos como el bendito montaje, una herramienta que está ahí desde los inicios del lenguaje cinematográfico, pero que pocas veces -especialmente en el contexto del cine mexicano de género- se usa con una pizca de imaginación y atrevimiento. Y es con el montaje que se introduce la verdadera sustancia: el matiz surrealista. Sí, aunque la palabra pese mucho por recordar a nombres gigantescos en la historia del arte, el delirio se inserta al colocar imágenes o fragmentos que, en apariencia, son inconexos entre sí, pero que van de acuerdo a la circularidad antes mencionada. Este montaje incluso apoya al momento de las escenas gore, utilizando clips de cerdos que sustituyen en pantalla al sujeto que recibe la acción, pero que se completa narrativamente con la imaginación del espectador. Claro, esto igualmente sirve como una alegoría al título.
Asimismo, este filme contiene un sólido discurso sociopolítico, pues… ¿no es este poblado una representación microcósmica de México? Las protestas de los oprimidos contra el sistema capitalista-neoliberal, un pueblo alegremente indiferente y bonachón, los miembros pertenecientes a la comunidad LGBT que forman parte del gran marco social, el déspota ricachón con florido vocabulario, los crímenes normalizados… Todos convivimos con la bestialidad, ya sea la propia, la ajena y/o ambas. En palabras del propio Dickie, el surrealismo oaxaqueño (entreverado en el gran surrealismo nacional) es lo que quería representar en su proyecto… y lo ha logrado. México no tiene sentido; a la vez, tiene todo el sentido que los que vivimos aquí le podemos encontrar.
Moronga se establece como un sorprendente devaneo por su adecuado empleo del lenguaje fílmico, osada en su composición y nutrida en su comentario sociopolítico. Una interesante y osada exhibición de la brutal naturaleza de este país.