El Brutalista: Una épica obrera

POR: JOSÉ LUIS SALAZAR

01-03-2025 20:16:33

El Brutalista: Una épica obrera


Con 10 nominaciones a los premios Oscar, 4 premios BAFTA y 3 Golden Globes ya ganados, El Brutalista (The Brutalist), de Brady Corbet, no es solo una de las cintas más premiadas y aclamadas de la temporada de premios y del año pasado, sino también uno de los títulos más extenuantemente discutidos, lamentablemente pocas veces abordado desde la cara demográfica de su protagonista, aquella que ahora está siendo criminalizada, perseguida y en grilletes deportada.

En 1934 el cineasta King Vidor filmó Our Daily Bread, una cinta que, como muchas de la época entre la confusión ideológica de sus autores y el temor anticomunista, da como resultado una encantadora historia de solidaridad y comunidad. Lo suficientemente arriesgada para que la izquierda militante la adopte, lo suficientemente ambigua para pasar desapercibida. Más si viene del director detrás de The Fountainhead, adaptación de la novela homónima de Ayn Rand, de la cinta anticomunista Comrade X y discípulo de D.W Griffith. 


Lo mismo sucedió con muchos cineastas de aquel entonces como Frank Capra que hizo el popular relato socialista It´s a Wonderful Life y a la vez era informante del FBI durante la caza roja en Hollywood. O Michael Curtiz, autor de clásicos antifascistas como Casablanca o Mission to Moscow que al mismo tiempo lanzaba al autor Joseph E. Davis y a Jack Leonard Warner a los interrogatorios del Comité de Actividades Antiestadounidenses.


En Our Daily Bread una pareja en crisis económica durante la Gran Depresión abandona la ciudad y se muda a una pequeña granja para vivir de la tierra, ahí reciben la ayuda de una comunidad que cada vez se vuelve mayor con la llegada de más citadinos dispuestos a apoyar. Comparten sus hogares, su comida, sus suelos y el fruto de su trabajo. 


La publicidad de aquel entonces la promocionaba como un romance y una historia de esperanza contrastando con muchos de sus posters en el que bajo las frases de "We live! We love! We fight! We hate! What Don´t We Do for Our Daily Bread!" Tom Keene y Karen Morley comparten un beso junto a los brazos de trabajadores, y que fácilmente podría pasar por una postal soviética. 


Este tipo de épicas fílmicas son extrañas de ver, pues el cine histórico ha priorizado las narrativas individualistas de grandes personajes. Los propios premios Oscar se han caracterizado popularmente por premiar biopics, tan solo el año pasado la máxima ganadora fue Oppenheimer, biopic del creador de la bomba atómica y en la última década cintas como Judas And The Black Messiah, The Trial of Chicago 7, Mank, King Richard, Belfast, Ford V Ferrari y muchas más han dejado claro que solo hay dos divisiones. 


The Brutalist: Una épica obrera


Aquellas cuya única intencionalidad es hacer del retrato histórico una experiencia de shock y suspenso cual videojuego como 1917, All Quiet on the Western Front, Io Capitán,Dunkirk, Zero Dark Thirty, 127 Hours o The Hurt Locker y las que solo buscan elevar los atributos de una figura pública, tipo de cinta que la Academia no escatima en reconocer y premiar, desde figuras moderadamente famosas de la televisión como Tammy Faye en The eyes of Tammy Faye o Fred Rogers en A Beautiful Day in the Neighbourhood, casos poco conocidos como el de este año con Divine G de Sing Sing o hasta y principalmente las que limpian la imagen de sus criminales y operaciones militares como Golda sobre Golda Meier, The Iron Lady sobre Margaret Thatcher, J. Edgar sobre J. Edgar Hoover, The Queen sobre Isabel II, Zero Dark Thirty sobre la caza en Medio Oriente de Osama Bin Laden, The Social Network sobre Mark Zuckerberg, la ya nombrada Oppenheimer o American Sniper sobre el francotirador Chris Kyle.


El Brutalista desde su estreno se le ha metido en el mismo saco de toda una generación inspirada por Christopher Nolan, sin embargo, sus películas lejos de ser reaccionarias de una época, son más sintomáticas y abordan la historia de forma panorámica. Similar a contemporáneos suyos como el director polaco Paweł Pawlikowski o el italiano Pietro Marcello. En especial con éste último, Corbet comparte mucho de su estilo como las largas secuencias que a través de material de archivo recrea la televisión y la radio de la época acompañados de los rostros del pueblo, los hombres trabajando y los paisajes industriales. Pero también comparten preocupaciones.


En su ópera prima The childhood of a leader Corbet sigue a una familia norteamericana recién llegada a Europa para firmar el Tratado de Versalles y dar fin a la guerra, sin embargo, su hijo más pequeño influenciado por el auge de la ultraderecha terminará convirtiéndose en un líder fascista. Martin Eden de Pietro Marcello habla de lo mismo aunque mejor logrado, de cómo un obrero tras salvar a un joven burgués termina conociendo a su familia y enamorándose perdidamente de su hermana, sin embargo, la distancia social y de clase lo lleva a entrar en contacto con círculos comunistas y tras su rechazo hundiéndose en el fascismo y convirtiéndose en un afamado escritor supremacista en las vísperas del ascenso de Mussolini.


The Brutalist: Una épica obrera


En su segunda obra, Vox Lux, Corbet perfeccionó su técnica para abarcar una mayor variedad de temas como los tiroteos y la industria mediática en Estados Unidos. Además ya dividiendo la historia en capítulos, recurso que reutiliza ahora en The Brutalist.


Lázlo Tóth es un arquitecto húngaro sobreviviente del Holocausto que llega a Estados Unidos con mucho sacrificio tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Sus primeros años tras ser expulsado de casa por su primo Atila por ser acusado de sobrepasarse con su esposa, los pasa alternando entre refugios comunitarios y construcciones abandonadas mientras se dedica a palear carbón en Filadelfia. El personaje ficticio que encarna Adrien Brody es una amalgama del fundador de la Bauhaus Walter Gropius, el húngaro Ernő Goldfinger y el arquitecto emigrado a Estados Unidos Ludwig Mies Van Der Rohe. De éste último Tóth parafrasea algunos de sus dogmas como “Dios está en los detalles”.


Ninguna de las inspiraciones de Corbet llegó a Estados Unidos a pasar miseria. Gropius llegó como profesor de Harvard, Goldfinger al Reino Unido a casarse con la heredera Ursula Blackwell y Van Der Rohe a tomar el puesto de director de la escuela de arquitectura del Instituto de Tecnología de Illinois en Chicago.


Corbet le añade una carga social a su película al hacer de su personaje judío intelectual, un migrante más de aquellos llegados tras la Segunda  Guerra Mundial con todas sus penumbras; la separación de la Isla Ellis, las inclemencias del viaje en barco, la pobreza, la exclusión, la discriminación y el maltrato.


A diferencia de otros como James Mangold, quien hace de su Bob Dylan en A Complete Unknown una distorsionada y resumida monografía que permita no conocerlo sino impregnárselo bajo la piel de Timothee Chalamet ya sea para seguir la temporada de premios o disfrutar una tarde viendo televisión de cable; como Pablo Larraín que en María solo busca exaltar la majestuosidad de la cantante María Callas sin concesión alguna para mostrar una verdadera flaqueza, o como Alí Abassi que incapaz de entender el nacimiento de un oligarca posteriormente convertido en presidente fascista en The Apprentice decide entre canciones de Baccara y Pet Shop Boys y montajes televisivos de Nueva York exhibir capítulos de su vida desde que acudía a cobrar la renta de los departamentos que administraban sus padres, su encuentro con Roy Cohn hasta la violación de su esposa, escenas que apila sin sentido, Corbet utiliza las secuencias de archivo para más que recalcar la época, a la figura sociodemográfica de quien la protagoniza. 


Oímos de cómo Filadelfia depende de sus trabajadores del carbón, del crecimiento de la industria de la construcción en Pensilvania y secuencias enteras que exalta la grandeza de sus obreros que con pico y pala construyen ciudades enteras pero apenas si sobreviven. A la par de los abusos que Tóth sufre bajo el mecenazgo de la familia Van Buren y la enfermedad cada vez más deteriorada de su recién llegada esposa Erzsébet, la radio nos anuncia el nuevo síntoma del fascismo, el surgimiento de un estado supremacista que habrá de acoger y enclaustrar al pueblo elegido; Estados Unidos (y la película) dan a entender que solo hay dos opciones: resignate o lárgate.



A Corbet poco le importa si era Eisenhower, Kennedy, Johnson o Nixon quien se sentaba en la oficina oval o si Presley o The Beatles eran los que sonaban en la radio, él no persigue un discurso que exalte épocas construida por gobernantes o celebridades sino una historia guiada por sus trabajadores. Una historia guiada por la lucha de clases en la que, en el fílme como fuera de él, la clase obrera edifica y moldea nuestro mundo.


Tóth no es Forrest Gump, atraviesa la historia americana no de la mano de la música setentera, la moda o la cultura televisiva sino de la crisis de los opioides, el expansión de los centros comerciales que asesinaron la vanguardia arquitectónica y expulsión de judíos a Israel.


El interés por la amenaza latente del fascismo sigue ahí pues mientras como espectadores leemos y oímos de la tierra prometida de Israel bombardeada por los medios a Lázlo y Erzsébet, recordamos las imágenes de ciudades destruidas y cuerpos en escombros.


Lo que alguna vez se vendió como la salvación de los negros recién liberados de la esclavitud en Liberia, vemos que se repite con los sobrevivientes del holocausto judío en Israel. Un director inconsciente de las atrocidades de Gaza habría retratado al naciente país bajo el mismo molde con el que exalta el trabajo obrero migrante en Estados Unidos aun sabiendo que ese es el trabajo robado de las manos palestinas, Corbet por el contrario no pasa de las locuciones de radio y la propaganda mediática, no concede al estado fascista ni tiempo en pantalla como sucede también desde su ópera prima que pudiendo satisfacer la curiosidad de un ya crecido Benjamín liderando facciones nazis o exterminando pueblos, permite sugerirlo, más no mostrarlo.


David Dorado Romo escribió Ringside Seat to a Revolution: An Underground Cultural History of El Paso and Juarez, 1893-1923 sobre los baños de gasolina y los experimentos con químicos que el gobierno estadounidense llevó a cabo a principios del siglo pasado con todo latino que quisiera cruzar la frontera mexicana al país del norte, procedimientos que llevaron a una ola de protestas pero que del otro lado del mundo inspiraron al régimen nazi.


Estados Unidos tiene una deuda y una herida abierta con su comunidad migrante que cuando no estaba siendo perseguida por el Servicio de Control de Inmigración temía de los tiroteos en sus escuelas o del impulso de leyes cada vez más flexibles en Texas o Arizona para poder impunemente dispararles. En un momento clave en que el gobierno estadounidense se debate si crear campos de concentración para migrantes bajo la supervisión de Nayib Bukele en El Salvador o crear los propios en Guantanamo, una película como The Brutalist es un recordatorio de los pecados de la historia americana y premonitoria del resurgimiento del fascismo, que hace unos años tan solo escupía amenazas racistas y que ahora abiertamente propone campos de concentración y hacen el saludo nazi en televisión.


The Brutalist: Una épica obrera


Por eso me parece increíble que este detalle apenas se mencione pero es entendible en un tiempo en que la calidad de la manufactura y los premios en festivales pesan más que los temas, donde junto a esta épica obrera compiten tanto una extraordinaria cinta sobre los abusos racistas en un reformatorio como una aventura sci-fi orientalista y un musical de fantasía protagonizado por una bruja verde que poco o nada tienen que decir de nuestro momento histórico.


De la obra de Corbet y el lado de la historia en que se coloca, él mismo ya lo ha dejado claro: “Es tiempo de distribuir No Other Land”.


En él no hay las pretensiones del supuesto mentor que le han implantado que ve en el creador de la bomba atómica la posibilidad de redención y una víctima del sistema sino que entiende el fascismo como un proyecto político y en la coaptación de la clase trabajadora una derrota social que la historia nos ha de reprochar. De ahí nacen sus verdaderas inspiraciones que él mismo nombra, Andrei Rublev, The Virgin Spring y Marketa Lazarova, sus mentores Luchino Visconti, Larisa Shepitko y Krzysztof Kieślowski. El hijo de Michael Haneke y de marginales como Gregg Araki se diferencia de quien los límites de su mundo están donde termina el inglés pues para él ahí es donde apenas empieza.



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