La Raya: Una mirada esperanzadora desde la fantasía
POR: JOSÉ LUIS SALAZAR
18-11-2024 13:28:15
La Raya, el segundo largometraje de ficción de Yolanda Cruz nos regresa a Cieneguilla, San Juan Quiahije en Oaxaca, hogar de su directora, pero también de sus trabajos previos que, como éste, plantean un poblado al borde de la extinción por la migración, pero con una población en resistencia.
En 1965 el director mexicano Alberto Isaac se hizo con el Leopardo de Plata en el Festival de Cine de Locarno con su obra En este pueblo no hay ladrones, adaptación de un cuento de un desconocido escritor colombiano que años después saltaría a la fama y que llevaba por nombre Gabriel García Márquez. La historia se sitúa en un pequeño pueblo en el que la única distracción existente es un salón de juego, sin embargo, cuando las bolas del billar son robadas las sospechas y acusaciones terminan resquebrajando la falsa armonía de sus habitantes.
Esta trama se repite en innumerables cantidad de películas mexicanas de la segunda mitad del siglo XX. Tal es el caso de La viuda negra, de Arturo Ripstein, sobre un pequeño pueblo en el que sus habitantes buscan destruir la vida del sacerdote local tras sospechar de duerme con una mujer o Rapiña, de Carlos Enrique Taboada, sobre un hombre que buscando escapar de su pueblo se hace del botín de un avión que cayó por la zona, pero la envidia con otros pobladores devendrá en tragedia.
El cine de la época, aunque priorizó la denuncia social y creó una enorme cantidad de producciones nacionales protagonizadas por personajes obreros, campesinos y la clase más baja del país, sus historias seguían dictadas por los intereses del Estado de promover un proyecto modernizador de costa a costa en las que las fuerzas estatales tuvieron total y pleno control.
Ignacio Sánchez Prado en Alegorías sin pueblo: el cine echeverrista y la crisis del contrato social de la cultura mexicana dice “El cine echeverrista constituye la reafirmación de que la única defensa que el país tiene ante el oscurantismo rural es la fuerza del Estado”.
Este discurso iba en pro de una mayor intervención estatal y la criminalización de todo tipo de proyecto que escapara del control de las fuerzas del estado, dígase colectivos estudiantiles, sindicatos u organizaciones campesinas. Es así como los retratos de este “pueblo chico, infierno grande” constituyeron casi un género por sí solo.
Al cambio de siglo y la toma de conciencia histórica de procesos que influyeron en el abandono del campo, la persecución de organizaciones campesinas e indígenas, la llegada del narcotráfico a las comunidades rurales y el ostracismo ejercido contra el campo mexicano por las autoridades, también se vio reflejado en nuestro cine.
La Raya, de Yolanda Cruz, al igual que su predecesora, Hope, Soledad hablan de estos temas.
Hope y Soledad retrataban dos generaciones, la de una joven universitaria que tras ser deportada volvía al pueblo natal de su familia y la de una persona de la tercera edad que sufría el luto por la muerte de su esposo quien desde hace años no veía pues había cruzado a Estados Unidos.
La primera parecía no mantener vínculo alguno con la cultura a la que llegaba y vivía anhelando su vida pasada mientras la segunda cargaba con el arraigo a personas que ya habían construido una vida distinta en el extranjero.
Ahora en La Raya dichos personajes se repiten. Sotera es una niña que, a diferencia de muchos de los protagonistas de nuestro cine y nuestras estadísticas, no solo sufre la ausencia del padre sino también de la madre pues ambos migraron a Estados Unidos dejándola a cargo de su abuela. Ella vive en torno a ellos; recibiendo desde la grabadora lecciones de inglés anhelando cuando vuelvan para llevarla, esperando con ansías las llamadas y regalos especialmente de su padre y hasta en su cumpleaños buscando la manera de comunicarse con él.
Mientras tanto, Alfredo, su joven tío deportado vive conduciendo una camioneta por el pueblo con el anhelo por la vida americana y Sandra, la dueña de la tienda de abarrotes que controla desde la radio, mensajería y paquetería hasta el megáfono de anuncios del pueblo, en luto por su esposo que la abandonó.
Como objeto del deseo a La región salvaje, de Amat Escalante, un refrigerador aparece en medio del pueblo y le va revelando a todos con los que se cruza sus tristezas y sus sueños. A través de su reflejo Sandra mira por última vez a su esposo, Sotera a sus padres y Pablo se sueña jefe de policía.
El largometraje es una comedia que juega con situaciones cotidianas de los pueblos rurales y que pese a estar la mayor parte de su metraje hablada en chatino, se sirve de un humor más visual que lingüístico; ahí aparece un policía con su holgado uniforme heredado en espera de crecer para llenarlo, un par de ancianitos que asisten a las reuniones comunitarias más por costumbre que por gusto o un exagerado peluche que recibe Sotera de regalo de su padre.
Las situaciones contrastantes con su entorno de ganado y rancherías complementan este sentimiento de exageración y de realismo mágico que construye la cinta, no digamos desde el inicio sino desde su poster con estética de documental comunitario, pero con un brillante y llamativo refrigerador ocupando el centro.
La cinta acredita en su guion al pueblo de Cieneguilla, quienes colaboraron para la construcción de situaciones y personajes revelando un panorama valioso para una industria fílmica que a menudo se decanta por abandonar a su espectador. Este esfuerzo es notorio para dialogar con la herida abierta de los pueblos chatinos y de muchísimas regiones del país a los que México les ha dado la espalda, ignorando el vacío poblacional que sufren, el abandono institucional en el que se mantienen y cómo sobreviven de las remesas.
Sin embargo, la cruza de realismo mágico, cine comunitario y comedia muestran sus carencias cuando problemáticas tan graves como el crimen organizado, la violencia y la falta de recursos se cuelan pues llegan a donde las buenas intenciones de su directora no alcanzan. Porque, aunque se mira con gracia la informalidad de las autoridades de la zona y su escueta formación, esto deja de serlo cuando se mira a alguien empuñando un arma contra su gente o cuando la posibilidad de perder comunicación con el mundo exterior se vuelve real.
Para un segundo largometraje de ficción el que Cruz haya logrado que un público se ría con personajes hablando en chatino no es algo menor, ha sabido mirar el microcosmos de su pueblo con empatía y hacerlo llegar a una gran variedad poblacional desde el cariño, ahora solo falta que las problemáticas de su gente se sumen, no como un chiste más ni algo circunstancial sino como preocupaciones a externar y combatir desde la cámara. Y no dudo que en un futuro logrará hacerlo, la sensibilidad ya la tiene y aquí está.
La Raya, el segundo largometraje de ficción de Yolanda Cruz nos regresa a Cieneguilla, San Juan Quiahije en Oaxaca, hogar de su directora, pero también de sus trabajos previos que, como éste, plantean un poblado al borde de la extinción por la migración, pero con una población en resistencia.
En 1965 el director mexicano Alberto Isaac se hizo con el Leopardo de Plata en el Festival de Cine de Locarno con su obra En este pueblo no hay ladrones, adaptación de un cuento de un desconocido escritor colombiano que años después saltaría a la fama y que llevaba por nombre Gabriel García Márquez. La historia se sitúa en un pequeño pueblo en el que la única distracción existente es un salón de juego, sin embargo, cuando las bolas del billar son robadas las sospechas y acusaciones terminan resquebrajando la falsa armonía de sus habitantes.
Esta trama se repite en innumerables cantidad de películas mexicanas de la segunda mitad del siglo XX. Tal es el caso de La viuda negra, de Arturo Ripstein, sobre un pequeño pueblo en el que sus habitantes buscan destruir la vida del sacerdote local tras sospechar de duerme con una mujer o Rapiña, de Carlos Enrique Taboada, sobre un hombre que buscando escapar de su pueblo se hace del botín de un avión que cayó por la zona, pero la envidia con otros pobladores devendrá en tragedia.
El cine de la época, aunque priorizó la denuncia social y creó una enorme cantidad de producciones nacionales protagonizadas por personajes obreros, campesinos y la clase más baja del país, sus historias seguían dictadas por los intereses del Estado de promover un proyecto modernizador de costa a costa en las que las fuerzas estatales tuvieron total y pleno control.
Ignacio Sánchez Prado en Alegorías sin pueblo: el cine echeverrista y la crisis del contrato social de la cultura mexicana dice “El cine echeverrista constituye la reafirmación de que la única defensa que el país tiene ante el oscurantismo rural es la fuerza del Estado”.
Este discurso iba en pro de una mayor intervención estatal y la criminalización de todo tipo de proyecto que escapara del control de las fuerzas del estado, dígase colectivos estudiantiles, sindicatos u organizaciones campesinas. Es así como los retratos de este “pueblo chico, infierno grande” constituyeron casi un género por sí solo.
Al cambio de siglo y la toma de conciencia histórica de procesos que influyeron en el abandono del campo, la persecución de organizaciones campesinas e indígenas, la llegada del narcotráfico a las comunidades rurales y el ostracismo ejercido contra el campo mexicano por las autoridades, también se vio reflejado en nuestro cine.
La Raya, de Yolanda Cruz, al igual que su predecesora, Hope, Soledad hablan de estos temas.
Hope y Soledad retrataban dos generaciones, la de una joven universitaria que tras ser deportada volvía al pueblo natal de su familia y la de una persona de la tercera edad que sufría el luto por la muerte de su esposo quien desde hace años no veía pues había cruzado a Estados Unidos.
La primera parecía no mantener vínculo alguno con la cultura a la que llegaba y vivía anhelando su vida pasada mientras la segunda cargaba con el arraigo a personas que ya habían construido una vida distinta en el extranjero.
Ahora en La Raya dichos personajes se repiten. Sotera es una niña que, a diferencia de muchos de los protagonistas de nuestro cine y nuestras estadísticas, no solo sufre la ausencia del padre sino también de la madre pues ambos migraron a Estados Unidos dejándola a cargo de su abuela. Ella vive en torno a ellos; recibiendo desde la grabadora lecciones de inglés anhelando cuando vuelvan para llevarla, esperando con ansías las llamadas y regalos especialmente de su padre y hasta en su cumpleaños buscando la manera de comunicarse con él.
Mientras tanto, Alfredo, su joven tío deportado vive conduciendo una camioneta por el pueblo con el anhelo por la vida americana y Sandra, la dueña de la tienda de abarrotes que controla desde la radio, mensajería y paquetería hasta el megáfono de anuncios del pueblo, en luto por su esposo que la abandonó.
Como objeto del deseo a La región salvaje, de Amat Escalante, un refrigerador aparece en medio del pueblo y le va revelando a todos con los que se cruza sus tristezas y sus sueños. A través de su reflejo Sandra mira por última vez a su esposo, Sotera a sus padres y Pablo se sueña jefe de policía.
El largometraje es una comedia que juega con situaciones cotidianas de los pueblos rurales y que pese a estar la mayor parte de su metraje hablada en chatino, se sirve de un humor más visual que lingüístico; ahí aparece un policía con su holgado uniforme heredado en espera de crecer para llenarlo, un par de ancianitos que asisten a las reuniones comunitarias más por costumbre que por gusto o un exagerado peluche que recibe Sotera de regalo de su padre.
Las situaciones contrastantes con su entorno de ganado y rancherías complementan este sentimiento de exageración y de realismo mágico que construye la cinta, no digamos desde el inicio sino desde su poster con estética de documental comunitario, pero con un brillante y llamativo refrigerador ocupando el centro.
La cinta acredita en su guion al pueblo de Cieneguilla, quienes colaboraron para la construcción de situaciones y personajes revelando un panorama valioso para una industria fílmica que a menudo se decanta por abandonar a su espectador. Este esfuerzo es notorio para dialogar con la herida abierta de los pueblos chatinos y de muchísimas regiones del país a los que México les ha dado la espalda, ignorando el vacío poblacional que sufren, el abandono institucional en el que se mantienen y cómo sobreviven de las remesas.
Sin embargo, la cruza de realismo mágico, cine comunitario y comedia muestran sus carencias cuando problemáticas tan graves como el crimen organizado, la violencia y la falta de recursos se cuelan pues llegan a donde las buenas intenciones de su directora no alcanzan. Porque, aunque se mira con gracia la informalidad de las autoridades de la zona y su escueta formación, esto deja de serlo cuando se mira a alguien empuñando un arma contra su gente o cuando la posibilidad de perder comunicación con el mundo exterior se vuelve real.
Para un segundo largometraje de ficción el que Cruz haya logrado que un público se ría con personajes hablando en chatino no es algo menor, ha sabido mirar el microcosmos de su pueblo con empatía y hacerlo llegar a una gran variedad poblacional desde el cariño, ahora solo falta que las problemáticas de su gente se sumen, no como un chiste más ni algo circunstancial sino como preocupaciones a externar y combatir desde la cámara. Y no dudo que en un futuro logrará hacerlo, la sensibilidad ya la tiene y aquí está.