Tótem: Los rituales necesarios para sobrevivir
POR: JOSÉ LUIS SALAZAR EN MORELIA
09-11-2023 23:55:10
La ruta de Tótem, segundo largometraje de Lila Avilés, apenas comienza con un estreno anunciado en cines por parte de Cine CANIBAL y la selección como la representante mexicana a los premios Oscar, y ya cuenta en su haber con una variedad de premios en distintos festivales siendo los más recientes los conseguidos en el Festival de Cine de Morelia anteponiéndose a una tradición, no escrita, de las últimas ediciones del festival.
Si diéramos un bosquejo rápido a las películas ganadoras de la sección de Largometraje Mexicano encontraríamos que en los últimos años han estado vinculadas temáticamente por el narcotráfico y la violencia. Y se entiende, estamos secuestrados por el miedo al crimen organizado en cada esquina del país; nuestro cine no podría hacer nada más que reflejar esto.
Sin embargo, Lila Avilés desde su ópera prima (La camarista) con la que también ganó en Morelia, ya se distanciaba del cine que se hacía a nivel nacional, no porque su película careciera de la crudeza del retrato de la violencia del resto sino porque sabía mirarla con esperanza y parecía haber aprendido de la cotidianidad de la gente común y sus maneras para sobrevivir.
En La camarista el tema es claro: la explotación laboral y la falsedad del mito meritocratico. A lo largo de la película Eve, interpretada por Gabriela Cartol, ve como sus esperanzas de ascender de puesto dentro del hotel en el que trabaja son más lejanas a la vez que su carga de trabajo aumenta. En manos de cualquiera de los célebres directores que cada vez más, llenan las salas de cine y la programación de los festivales del país esta premisa hubiera sido la excusa para poner a Eve en situaciones humillantes y plasmar paupérrimas imágenes que agredieran tanto a su protagonista como a su espectador; Avilés mejor opta por contemplar cómo a través de pequeños gestos hace frente a esta injusta realidad que padece: gozando de los privilegios del hotel entre cada jornada laboral, riendo con Minitoy (Teresita Sanchez) su compañera de trabajo, coqueteando a través de las ventanas con el de mantenimiento. Avilés sabe que, E veno puede vencer al sistema, pero a través de su cotidianidad se resiste a él. Como la mayoría de mexicanos.
En los primeros 11 minutos de metraje de la ópera prima de Joaquín del Paso Maquinaria Panamericana contenía, lo que el resto de su película diluyó en caricaturas, personajes que en su rutinaria y pesada jornada laboral construían una comunidad a través de pequeños ritos mientras se apropiaban de un espacio en el que, probablemente, pasaban más tiempo que en sus propios hogares. Computadores con floreros, fotografías y coloridos post-its al lado, una figura de niños Dios decorada y vestida pomposamente en el centro de la oficina, memes impresos y colgados en los vitrales, luces navideñas que aún adornan el almacén, cajones del escritorio con comida, dulces, frituras y maquillaje. Esto anticipaba breves actos de rebeldía: desconectar los teléfonos durante un rato para poder partir el pastel de la compañera cumpleañera, el uso de impresoras y material de oficina para uso personal, el trabajador dibujando o jugando en su ordenador, la secretaria pintándose las uñas, etc.
Todos (creo yo) perfectamente identificables en nuestro entorno laboral más próximo que en una película hablan de una postura del director en torno a mantenerse al margen del sistema; para el espectador promedio es la forma de sobrellevar no solo el trabajo sino la propia existencia.
Albañiles que improvisan una cancha y una portería en los terrenos de una construcción, los “robo-hormiga” de oficina, los adornos de cumpleaños de escritorio, los cubos de rubik en los call centers, las vírgenes adornadas con ofrendas en la construcción de obras públicas, las pelotas para el des-estrés, son signos que nos permiten afrontar el cada vez más hostil panorama laboral.
En Tótem, el escenario no es un complejo oficinista sino el interior de la casa de una familia clasemediera capitalina, digámosle media alta, en la que estos rituales giran en su mayoría en torno a Tona, el padre de la pequeña Sol y un paciente de cáncer en fase terminal; en la que el amor, la fe y la ayuda bienintencionada hacen que una limpia por una curandera, una sesión de terapia cuántica, un tierno acto musical, la preparación de un pastel, el vuelo de un globo de cantoya y las palabras de unos amigos sean tanto una despedida como una forma de que los deseos de todos de mantener a Tona con ellos más tiempo les concediera el milagro.
En esta historia los ritos responden al inevitable y en algunos inconsciente, como en el caso de la pequeña Sol, miedo a perder a su ser querido.
En sus escenas no está el exotismo y el morbo que tanto hace que se muevan las cintas latinoamericanas por festivales europeos, quienes nos suelen mirar con la aversión y el asombro de un colonizador que, a cada cuadro de cuerpos mutilados, mujeres violadas, chamanes y brujería indígenas, narcos y balazos que ilustran un país violento, salvaje, exótico y, a sus ojos, inferior al suyo, se sienten mejor con su realidad y en donde el director mexicano detrás encuentra el beneplácito de una audiencia que se escandaliza y luego se desmorona en elogios.
Avilés parece no muy interesada en esto, y creo que el momento más claro es una curiosa escena en donde a fin de que los niños no se percaten de una conversación sobre el tratamiento de Tona hablan en “idioma de la f”, una jerigonza que consiste en añadir el fonema “f” después de cada vocal y repetir esta misma, una forma de jugueteo con el lenguaje muy utilizada en el país pero que se escapa de la comprensión del traductor y sus subtítulos, y excluye al espectador estadounidense y europeo. En los subtítulos hay una traducción literal del discurso omitiendo el juego de palabras y borrando uno de los mecanismos de la cinta que, probablemente, solo en este contexto geográfico es comprensible: Guillermo Hurtado para La razón escribió “Entre lo sublime y lo ridículo puede haber sólo una letra”, entre una lúgubre conversación sobre quimioterapias, hay una que se interpone en el sufrir de una familia y el juego de unas niñas.
Cinco años tuvieron que pasar entre la historia y la de Tótem para que, una cinta mexicana premiada en Morelia abordara la adversidad desde la ternura sin recurrir a la violencia gráfica o a adaptaciones anecdotarias de enfrentamientos entre el narco y sociedad civil. No es una sorpresa entonces, que esta voz sea la misma que la de aquel entonces.
Con el ojo, casi documental, de su directora somos partícipes del día especial de Tona y de las muestras de amor de su familia. Sin soluciones, sin cambios, sin enormes escenas melodramáticas, sin eventos grandilocuentes. Solo el día normal de una familia que le aqueja el fantasma del luto próximo y los dolores de la enfermedad, pero no por ello no podemos vernos conmovidos con una Teresita Sánchez que hace el intro de Rocky dándole ánimos a Tona para que pueda mantenerse en pie, en una niña que desde la incomprensión del padecimiento de su padre se pregunta si aún la sigue queriendo, de los abrazos de un amigo, de un padre que sin saber cómo acercarse al hijo homosexual que no termina de aceptar le da una planta de regalo, de una pintura con animales o de unas mañanitas que se sientencomo las últimas.
Puede que la nueva cinta de Lila Avilés no contenga una firme postura política pero su sola existencia y que haya sido escogida entre obras totalmente distintas para representarnos en los premios Oscar habla de una apertura a encontrarnos con algo más de nosotros mismos que individuos violentos y erráticos, y vernos cada vez más como humanos que merecen tener dignidad. Si partimos con vernos con dignidad y respeto, podremos abogar por lo mismo con el resto. Esto por sí mismo ya es una declaración política; el ir a contracorriente de la salvajada fílmica mexicana que nos reduce a víctimas colaterales o cuerpos por mancillar y devolvernos unos ojos que lloran y unos rostros que ríen.
La vida cotidiana nos ha desprovisto del llanto porque vemos la cotidianidad repetitiva, Tótem hace de la vida, de los gestos, de las muestras de cariño y de las mínimas palabras algo único y hermoso, que importa contemplar y disfrutar con detenimiento pese a la horrible realidad que podamos atravesar.
La ruta de Tótem, segundo largometraje de Lila Avilés, apenas comienza con un estreno anunciado en cines por parte de Cine CANIBAL y la selección como la representante mexicana a los premios Oscar, y ya cuenta en su haber con una variedad de premios en distintos festivales siendo los más recientes los conseguidos en el Festival de Cine de Morelia anteponiéndose a una tradición, no escrita, de las últimas ediciones del festival.
Si diéramos un bosquejo rápido a las películas ganadoras de la sección de Largometraje Mexicano encontraríamos que en los últimos años han estado vinculadas temáticamente por el narcotráfico y la violencia. Y se entiende, estamos secuestrados por el miedo al crimen organizado en cada esquina del país; nuestro cine no podría hacer nada más que reflejar esto.
Sin embargo, Lila Avilés desde su ópera prima (La camarista) con la que también ganó en Morelia, ya se distanciaba del cine que se hacía a nivel nacional, no porque su película careciera de la crudeza del retrato de la violencia del resto sino porque sabía mirarla con esperanza y parecía haber aprendido de la cotidianidad de la gente común y sus maneras para sobrevivir.
En La camarista el tema es claro: la explotación laboral y la falsedad del mito meritocratico. A lo largo de la película Eve, interpretada por Gabriela Cartol, ve como sus esperanzas de ascender de puesto dentro del hotel en el que trabaja son más lejanas a la vez que su carga de trabajo aumenta. En manos de cualquiera de los célebres directores que cada vez más, llenan las salas de cine y la programación de los festivales del país esta premisa hubiera sido la excusa para poner a Eve en situaciones humillantes y plasmar paupérrimas imágenes que agredieran tanto a su protagonista como a su espectador; Avilés mejor opta por contemplar cómo a través de pequeños gestos hace frente a esta injusta realidad que padece: gozando de los privilegios del hotel entre cada jornada laboral, riendo con Minitoy (Teresita Sanchez) su compañera de trabajo, coqueteando a través de las ventanas con el de mantenimiento. Avilés sabe que, E veno puede vencer al sistema, pero a través de su cotidianidad se resiste a él. Como la mayoría de mexicanos.
En los primeros 11 minutos de metraje de la ópera prima de Joaquín del Paso Maquinaria Panamericana contenía, lo que el resto de su película diluyó en caricaturas, personajes que en su rutinaria y pesada jornada laboral construían una comunidad a través de pequeños ritos mientras se apropiaban de un espacio en el que, probablemente, pasaban más tiempo que en sus propios hogares. Computadores con floreros, fotografías y coloridos post-its al lado, una figura de niños Dios decorada y vestida pomposamente en el centro de la oficina, memes impresos y colgados en los vitrales, luces navideñas que aún adornan el almacén, cajones del escritorio con comida, dulces, frituras y maquillaje. Esto anticipaba breves actos de rebeldía: desconectar los teléfonos durante un rato para poder partir el pastel de la compañera cumpleañera, el uso de impresoras y material de oficina para uso personal, el trabajador dibujando o jugando en su ordenador, la secretaria pintándose las uñas, etc.
Todos (creo yo) perfectamente identificables en nuestro entorno laboral más próximo que en una película hablan de una postura del director en torno a mantenerse al margen del sistema; para el espectador promedio es la forma de sobrellevar no solo el trabajo sino la propia existencia.
Albañiles que improvisan una cancha y una portería en los terrenos de una construcción, los “robo-hormiga” de oficina, los adornos de cumpleaños de escritorio, los cubos de rubik en los call centers, las vírgenes adornadas con ofrendas en la construcción de obras públicas, las pelotas para el des-estrés, son signos que nos permiten afrontar el cada vez más hostil panorama laboral.
En Tótem, el escenario no es un complejo oficinista sino el interior de la casa de una familia clasemediera capitalina, digámosle media alta, en la que estos rituales giran en su mayoría en torno a Tona, el padre de la pequeña Sol y un paciente de cáncer en fase terminal; en la que el amor, la fe y la ayuda bienintencionada hacen que una limpia por una curandera, una sesión de terapia cuántica, un tierno acto musical, la preparación de un pastel, el vuelo de un globo de cantoya y las palabras de unos amigos sean tanto una despedida como una forma de que los deseos de todos de mantener a Tona con ellos más tiempo les concediera el milagro.
En esta historia los ritos responden al inevitable y en algunos inconsciente, como en el caso de la pequeña Sol, miedo a perder a su ser querido.
En sus escenas no está el exotismo y el morbo que tanto hace que se muevan las cintas latinoamericanas por festivales europeos, quienes nos suelen mirar con la aversión y el asombro de un colonizador que, a cada cuadro de cuerpos mutilados, mujeres violadas, chamanes y brujería indígenas, narcos y balazos que ilustran un país violento, salvaje, exótico y, a sus ojos, inferior al suyo, se sienten mejor con su realidad y en donde el director mexicano detrás encuentra el beneplácito de una audiencia que se escandaliza y luego se desmorona en elogios.
Avilés parece no muy interesada en esto, y creo que el momento más claro es una curiosa escena en donde a fin de que los niños no se percaten de una conversación sobre el tratamiento de Tona hablan en “idioma de la f”, una jerigonza que consiste en añadir el fonema “f” después de cada vocal y repetir esta misma, una forma de jugueteo con el lenguaje muy utilizada en el país pero que se escapa de la comprensión del traductor y sus subtítulos, y excluye al espectador estadounidense y europeo. En los subtítulos hay una traducción literal del discurso omitiendo el juego de palabras y borrando uno de los mecanismos de la cinta que, probablemente, solo en este contexto geográfico es comprensible: Guillermo Hurtado para La razón escribió “Entre lo sublime y lo ridículo puede haber sólo una letra”, entre una lúgubre conversación sobre quimioterapias, hay una que se interpone en el sufrir de una familia y el juego de unas niñas.
Cinco años tuvieron que pasar entre la historia y la de Tótem para que, una cinta mexicana premiada en Morelia abordara la adversidad desde la ternura sin recurrir a la violencia gráfica o a adaptaciones anecdotarias de enfrentamientos entre el narco y sociedad civil. No es una sorpresa entonces, que esta voz sea la misma que la de aquel entonces.
Con el ojo, casi documental, de su directora somos partícipes del día especial de Tona y de las muestras de amor de su familia. Sin soluciones, sin cambios, sin enormes escenas melodramáticas, sin eventos grandilocuentes. Solo el día normal de una familia que le aqueja el fantasma del luto próximo y los dolores de la enfermedad, pero no por ello no podemos vernos conmovidos con una Teresita Sánchez que hace el intro de Rocky dándole ánimos a Tona para que pueda mantenerse en pie, en una niña que desde la incomprensión del padecimiento de su padre se pregunta si aún la sigue queriendo, de los abrazos de un amigo, de un padre que sin saber cómo acercarse al hijo homosexual que no termina de aceptar le da una planta de regalo, de una pintura con animales o de unas mañanitas que se sientencomo las últimas.
Puede que la nueva cinta de Lila Avilés no contenga una firme postura política pero su sola existencia y que haya sido escogida entre obras totalmente distintas para representarnos en los premios Oscar habla de una apertura a encontrarnos con algo más de nosotros mismos que individuos violentos y erráticos, y vernos cada vez más como humanos que merecen tener dignidad. Si partimos con vernos con dignidad y respeto, podremos abogar por lo mismo con el resto. Esto por sí mismo ya es una declaración política; el ir a contracorriente de la salvajada fílmica mexicana que nos reduce a víctimas colaterales o cuerpos por mancillar y devolvernos unos ojos que lloran y unos rostros que ríen.
La vida cotidiana nos ha desprovisto del llanto porque vemos la cotidianidad repetitiva, Tótem hace de la vida, de los gestos, de las muestras de cariño y de las mínimas palabras algo único y hermoso, que importa contemplar y disfrutar con detenimiento pese a la horrible realidad que podamos atravesar.