Zama y el delirio de los condenados
POR: YESENIA TORRES
04-01-2018 11:07:36
El mundo de Lucrecia Martel es inasible. Es sobre esa delgada línea que divide la locura, lo absurdo y lo cotidiano en un lugar donde pareciera que está pasando todo y a la vez no pasa nada. Siempre política y surrealista, la directora argentina se ha dado a conocer en el mundo por su característica desobediencia narrativa, además de abordar desde su obras, temas existenciales, políticos y de voz femenina. Ahora, tras casi diez años de ausencia, desde La mujer sin cabeza (2008), la directora argentina regresa con Zama (2017), una película para los condenados.
Esta cinta que fue elegida para representar a Argentina en los premios Oscar, se presentó por primera vez en México en el pasado Festival Internacional de Cine en Morelia (FICM), donde el protagonista Daniel Giménez Cacho, confesó al término de la función: “Un día recibí un correo electrónico de Martel con la invitación. Me mandó el guion por mail, lo leí y no entendí nada, pero le dije que sí porque sabía quién era ella. Entonces me fui a Argentina para comenzar a trabajar desde un mes antes y entenderla". El actor aceptó que de no haber sido ella la directora no hubiese aceptado un trabajo tan complejo.
Y es que Zama es una obra que requiere de paciencia y atención, pues más que ser una historia alejada de la estructura narrativa convencional, la cinta también invita a explorar experiencias sensoriales en la que el espectador se encuentre cautivo en la subjetividad del personaje a través de la estética.
La historia, no es un drama histórico sobre la conquista. Está basada en la novela del argentino Antonio Di Benedetto, la película no obedece ni traslada la obra literaria al pie de la letra y en cierto modo la reinterpreta sin perder la idea central: la maldita espera. Sucede en el siglo XVIII y gira en torno a la vida solitaria y suspendida de Diego de Zama, un funcionario de la corona española varado en Asunción de Paraguay, quien aguarda por la aprobación del Rey para su traslado a la ciudad de Lerma. Sin embargo, pasa el tiempo y la espera se convierte en algo en un malestar inquietante e insoportable.
Diego de Zama es un hombre frustrado, estancado, víctima de algo parecido a la burocracia y también de la mala suerte. Todos sus deseos, incluso los sexuales no pueden llegar a consumarse por lo que cansado y despojado de cualquier tipo de dignidad, emprende un viaje distinto al que esperaba. Entonces, lo que había iniciado como un drama existencialista se convierte en una historia alucinada en el que el humor sobre lo absurdo, bastante característico de Lucrecia Martel, comienza a coquetear con la estructura narrativa que lejos de acercarnos a un desenlace, nos lleva directo a la nada.
Es por ello que más que girar sobre la anécdota misma, la película se entrega a lo metafísico en el que cada plano es realmente virtuoso. La orquesta natural y animal que compone el diseño sonoro pretende incorporar al espectador con las emociones que atraviesa nuestro protagonista; mientras que la construcción estética, encuadre y colores orquestados por Martel y fotografiados por el portugués Rui Poças, crean una composición esplendorosa que nos permite continuar inmersos en los deseos y temores del mismo protagonista y podamos sentir la respiración de una llama sobre el hombro.
El papel de Daniel Giménez Cacho como hombre patético y victimizado es limpio y formidable, sin dejar de mencionar el trabajo de la española Lola Dueñas a quien recordamos por Mar Adentro de Pedro Almodóvar, y a los argentinos Juan Minujín, Rafael Spregelburd y Daniel Veronese.
En cierto modo, la última cinta de Martel nos adentra nuevamente, al mundo de los condenados. Los que esperan. Porque las promesas que eran de un tiempo incierto y de signos positivos, se convierten en carne podrida, porque quien espera, solo está condenado a cavar su propia tumba.
El mundo de Lucrecia Martel es inasible. Es sobre esa delgada línea que divide la locura, lo absurdo y lo cotidiano en un lugar donde pareciera que está pasando todo y a la vez no pasa nada. Siempre política y surrealista, la directora argentina se ha dado a conocer en el mundo por su característica desobediencia narrativa, además de abordar desde su obras, temas existenciales, políticos y de voz femenina. Ahora, tras casi diez años de ausencia, desde La mujer sin cabeza (2008), la directora argentina regresa con Zama (2017), una película para los condenados.
Esta cinta que fue elegida para representar a Argentina en los premios Oscar, se presentó por primera vez en México en el pasado Festival Internacional de Cine en Morelia (FICM), donde el protagonista Daniel Giménez Cacho, confesó al término de la función: “Un día recibí un correo electrónico de Martel con la invitación. Me mandó el guion por mail, lo leí y no entendí nada, pero le dije que sí porque sabía quién era ella. Entonces me fui a Argentina para comenzar a trabajar desde un mes antes y entenderla". El actor aceptó que de no haber sido ella la directora no hubiese aceptado un trabajo tan complejo.
Y es que Zama es una obra que requiere de paciencia y atención, pues más que ser una historia alejada de la estructura narrativa convencional, la cinta también invita a explorar experiencias sensoriales en la que el espectador se encuentre cautivo en la subjetividad del personaje a través de la estética.
La historia, no es un drama histórico sobre la conquista. Está basada en la novela del argentino Antonio Di Benedetto, la película no obedece ni traslada la obra literaria al pie de la letra y en cierto modo la reinterpreta sin perder la idea central: la maldita espera. Sucede en el siglo XVIII y gira en torno a la vida solitaria y suspendida de Diego de Zama, un funcionario de la corona española varado en Asunción de Paraguay, quien aguarda por la aprobación del Rey para su traslado a la ciudad de Lerma. Sin embargo, pasa el tiempo y la espera se convierte en algo en un malestar inquietante e insoportable.
Diego de Zama es un hombre frustrado, estancado, víctima de algo parecido a la burocracia y también de la mala suerte. Todos sus deseos, incluso los sexuales no pueden llegar a consumarse por lo que cansado y despojado de cualquier tipo de dignidad, emprende un viaje distinto al que esperaba. Entonces, lo que había iniciado como un drama existencialista se convierte en una historia alucinada en el que el humor sobre lo absurdo, bastante característico de Lucrecia Martel, comienza a coquetear con la estructura narrativa que lejos de acercarnos a un desenlace, nos lleva directo a la nada.
Es por ello que más que girar sobre la anécdota misma, la película se entrega a lo metafísico en el que cada plano es realmente virtuoso. La orquesta natural y animal que compone el diseño sonoro pretende incorporar al espectador con las emociones que atraviesa nuestro protagonista; mientras que la construcción estética, encuadre y colores orquestados por Martel y fotografiados por el portugués Rui Poças, crean una composición esplendorosa que nos permite continuar inmersos en los deseos y temores del mismo protagonista y podamos sentir la respiración de una llama sobre el hombro.
El papel de Daniel Giménez Cacho como hombre patético y victimizado es limpio y formidable, sin dejar de mencionar el trabajo de la española Lola Dueñas a quien recordamos por Mar Adentro de Pedro Almodóvar, y a los argentinos Juan Minujín, Rafael Spregelburd y Daniel Veronese.
En cierto modo, la última cinta de Martel nos adentra nuevamente, al mundo de los condenados. Los que esperan. Porque las promesas que eran de un tiempo incierto y de signos positivos, se convierten en carne podrida, porque quien espera, solo está condenado a cavar su propia tumba.