Olmo: La domesticación de la mirada
POR: JOSÉ LUIS SALAZAR
03-11-2025 13:14:39

Estrenada en el pasado Festival de Berlín y posteriormente en el Festival Internacional de Cine de Morelia, Olmo marca el regreso del consagrado cineasta mexicano Fernando Eimbcke, quien, tras una década de silencio, parece completar su transición hacia las filas del cine internacional, presentando una mirada que aún reclama su lugar dentro del cine nacional, pese a llevar ya incrustado el filtro condescendiente del norte.
El Festival Internacional de Cine de Morelia de este año estuvo marcado por el regreso de directores como Paula Markovitch, David Pablos, Rigoberto Perezcano y Fernando Eimbcke. Resulta especialmente notable el caso de estos dos últimos, quienes llevaban doce años sin filmar, tras coincidir en 2013 con sus respectivas obras Carmín tropical y Club Sándwich. Ambos regresan ahora al FICM con Los amantes se despiden con la mirada y Olmo, dos películas que, pese a ser la tercera y cuarta en sus filmografías, se sienten como óperas primas, en el peor sentido posible, y, en el caso de Eimbcke, distantes del trabajo de su director, a pesar de continuar su misma línea temática.
Olmo sigue la vida del niño homónimo de 14 años en Nueva Jersey. Vive con su padre enfermo de cáncer, a quien cuida junto con su hermana, mientras su madre dobla turnos en un restaurante para llegar a fin de mes. Aun así, Olmo y su amigo Miguel buscan constantemente escapar de la casa, intentando impresionar a su vecina Nina.
La historia retoma los temas habituales de Eimbcke: historias de crecimiento adolescente. Sin embargo, al observar la evolución de sus tres películas anteriores, Temporada de patos (2004), Lake Tahoe (2008) y Club Sándwich (2013), puede rastrearse el camino que lo llevó a este despropósito fílmico.
En su ópera prima, Temporada de patos, Eimbcke situaba su historia casi por completo en el interior de un departamento de la Unidad Habitacional Nonoalco-Tlatelolco. Ese espacio le confería un subtexto que trascendía la tiranía cotidiana de la vecina entrometida, los padres ausentes, el apagón y el mortal aburrimiento de Flama y Moko, para extenderse hacia una lectura de represión y de paisajes urbanos que guardan consigo la memoria de la masacre de 1968 y el terremoto de 1985.Además del marcado acento prehispánico de las ruinas que conviven con el fallido proyecto modernizador del Estado mexicano de Díaz Ordaz y De la Madrid.
Los personajes son herederos de esa época. Flama y Moko, ambos con padres ausentes, el primero marcado por la descomposición del matrimonio de sus progenitores, se alejan de las narrativas de defensa del Estado, la familia y el progreso que guiaron el siglo XX mexicano. Su vecina Rita, que irrumpe en el departamento para hornear un pastel, encarna una muy similar forma de soledad: una mujer que debe celebrarse su cumpleaños a sí misma porque su familia la ha olvidado. Finalmente está Ulises, el repartidor de pizzas, cuya amistad con los jóvenes revela la precariedad laboral que enfrenta, obligado a trabajar pese a su sueño de ser veterinario para cuidar de su tía abuela enferma. La familia y el Estado no figuran; el progreso es una fachada, una promesa incumplida, un proyecto fallido.
Este discurso ha llevado a investigadores como Samuel Steinberg, en Re-cinema: Hauntology of 1968, a afirmar, muy a la ligera, que Temporada de patos es en cierto sentido la misma película que Rojo amanecer. Si bien esa lectura es exagerada, se alimenta de las claras intenciones políticas y simbólicas de Eimbcke. No por nada, tras los créditos, aparece el texto: “Como Juan Díaz Bordenave y Eduardo Galeano, la producción sigue creyendo, contra toda evidencia, que los patos unidos jamás serán vencidos”.
Ulises lo dice con otras palabras durante la película: explica que los patos vuelan en formación en V, intercambiando posiciones para evitar el cansancio y sostener el vuelo, siempre apoyándose unos a otros. Por eso, hacia el final, los personajes encuentran una pequeña utopía personal al interior del cuadro: habitan el paisaje donde vuelan los patos, hallando ahí el valor para despedirse, para rebelarse contra su jefe, para aceptar el vacío. No hay una línea hacía al progreso, no hay solución al sufrimiento y abandono; solo un respiro individual, un escape momentáneo ante la maquinaria asfixiante del capital.
La ópera prima de Eimbcke, además de su riqueza intertextual, fue visual y estéticamente propositiva. Su fotografía monocromática remitía al cine independiente estadounidense, especialmente al de Jim Jarmusch; la cámara exploraba perspectivas inusuales como si mirara a los protagonistas desde el interior del televisor, del horno o del refrigerador, o como si fuésemos uno de los patos del cuadro que da título al filme, observando a los adolescentes desde la esquina de la sala. Las solemnes panorámicas de la plaza de Tlatelolco y los edificios habitacionales que abren la cinta contrastan con la alegre canción “O Pato” de Natalia y La Forquetina que se torna en silencio total.
Para sus siguientes películas, aquello se perdió. Los títulos en inglés ya anunciaban lo previamente descrito: una suerte de formalidad, de homogeneización con el autor industrial que engalana los festivales de cine norteamericanos y europeos. Aquella primera obra, que le hiciera ganar 11 premios Ariel y conquistar el reflector nacional, se mantenía apenas en el estilo minimalista de Lake Tahoe (2008), sostenido en la interpolación de planos negros, los prolongados planos abiertos y el escaso movimiento de cámara. La cinta, nuevamente protagonizada por Diego Cataño y escrita junto con Paula Markovitch, conservaba todavía algo de la frescura y humor contenidos de Temporada de patos, aunque ya insinuaba una tendencia hacia el foco internacional que definiría su cine posterior.
En Club Sándwich (2013) esa fórmula se perfeccionó y el reconocimiento no tardó en llegar con la Concha de Plata a mejor dirección en el Festival de San Sebastián. El título, de nuevo en inglés, parecía más un gancho para el espectador internacional. El director alemán Christian Petzold, en Afire (2023), parece hacer un chiste de este tipo de anglicismos: su protagonista, un escritor literario insufrible, es constantemente ridiculizado por el título de su segunda novela, que comparte nombre con la película de Eimbcke. La coincidencia resulta irónica pues, tanto el personaje ficticio como el Eimbcke real, quedan atrapados en su propia autoimportancia, cegados por un ego desmedido que les impide advertir la banalidad de su gesto.
En Olmo se produce una transformación radical. Se asoma lo que Carlos Monsiváis, en su crónica del concierto de The Doors en 1969, llamó “la primera generación de estadounidenses nacidos en México”. Eimbcke parece reclamar aquí su lugar en una cuarta o quinta generación.
Su protagonista se comunica únicamente en inglés, incluso frente a familiares y amigos que lo rodean y se expresan en español. Esa elección lingüística, más que un gesto natural de su personaje, parece subrayar una distancia cultural, el desarraigo como marca de identidad, pero también como signo de aspiración. Del personaje pero de también de su director.
La secuencia inicial deja clara la dirección de la película: un sueño húmedo del adolescente que imagina atraer la mirada de su vecina mientras levanta pesas en el patio, para luego tener su primera vez con ella en la parte trasera de un automóvil. Todo está filmado con la estética pulida, los filtros pastel y las miradas coquetas de un videoclip.
El resto de la película mantiene ese tono. Estéticamente, Olmo no se diferencia demasiado de un video musical de Little Jesus o Caloncho: personajes con ropa ochentera, patines y radiocasetes que se lanzan a bailar en repetidas escenas, apelando a una nostalgia prefabricada. Imitando así la reciente tendencia de producciones fílmicas y televisivas de plataformas de streaming como Stranger Things o mexicanas como Nadie nos va a extrañar o Tengo que morir todas las noches.
La película repite una fórmula norteamericana aprendida, rehace una trama juvenil tantas veces vista. La del joven que se escapa de casa para salir de fiesta y conquistar a la vecina, aquí convertida en objeto de deseo y anhelo sexual, como la típica “chica popular” de cualquier filme de televisión por cable.
El cáncer del padre se convierte en una carga compartida. La de la esposa, que siente atracción por un compañero de trabajo pero se sabe atada al marido enfermo; y la de Olmo y su hermana, que desean salir con sus amigos y vivir su juventud sin tener que cuidarlo. A diferencia de Temporada de patos, donde las ataduras familiares y sociales también oprimían a los protagonistas, pero hallaban en aquella “temporada de patos” una utopía efímera, una pausa ficcional, aunque no por eso menos liberadora que una real, aquí la película no puede concluir sino con el trillado y cursi abrazo familiar.
Los objetos, en Olmo, son solo eso. Su dimensión es meramente utilitaria, regida por la misma lógica instrumental que organiza las relaciones en la sociedad del capital. El radio, leitmotiv del relato y eje de la convivencia familiar, es la excusa que permite a Olmo, Miguel y el padre, Néstor, compartir un momento juntos mientras lo reparan, aunque para el adolescente representa sobre todo la oportunidad de perder la virginidad con Nina. El asador es también lo único que motiva la visita de Julio, el hermano de Néstor, en la peor etapa del cáncer; no para acompañarlo, sino porque el objeto simboliza para él las parrilladas con sus amigos. Y el automóvil, mientras para la madre es un instrumento de trabajo, para los adolescentes se convierte en vehículo literal y simbólico del deseo, la manera de captar la atención de la vecina. Es ahí donde Olmo se sueña siendo desvirgado.
El cuadro de los patos en vuelo de su ópera prima, además de los significados ya comentados y los que Ulises externa, es también un comentario sobre la libertad, la migración, las raíces y la identidad. El hecho de que sea desde ahí, desde la mirada del cuadro, que la cámara observa a Flama y Moko en muchas ocasiones, habla de la subjetividad y de cuestionar la mirada; un cuestionamiento que se vuelve aún más valioso frente a los encuadres inusuales desde los cuales Eimbcke filma el interior de un departamento que bien pudo ser refugio durante la masacre o campo de tiro de estudiantes.
En Olmo, en cambio, pese a situar su historia del otro lado de la frontera y estrenarse en uno de los momentos más represivos y violentos contra la comunidad latina en Estados Unidos, entre deportaciones masivas, desapariciones forzadas y las redadas de ICE, Eimbcke no tiene nada que decir. Se limita a llevar a buen y complaciente término su historia. Una que puede darse el lujo de regodearse en su paso por festivales como Berlín, Londres o Sídney, y de contar con el respaldo de productores como Jeremy Kleiner, Dede Gardner, Michel Franco y Brad Pitt.
Olmo parece la evolución lógica de un cineasta que ha hecho todo por adaptar los códigos del contenido norteamericano a su obra, subordinándose a los recursos narrativos que dominan tanto el cine comercial como las plataformas digitales. Como muchas otras producciones nacionales recientes, dígase Adolfo, de Sofía Auza; Corina, de Urzula Barba; Hopfner o El club perfecto, de Ricardo Castro, su forma busca integrarse a ese lenguaje global del entretenimiento. Y, como en ellas, el reconocimiento no ha tardado en llegar. Eimbcke lo ha vivido desde Berlín hasta Morelia.
Sin embargo, como toda producción concebida para homogeneizarse en el mercado norteamericano, parece encaminada al mismo destino: perderse entre la maraña del streaming o sobrevivir apenas como fragmentos aislados en redes sociales, en forma de edits que reproducen, con perfecta ironía, la misma estética de videoclip que la película imita.

Estrenada en el pasado Festival de Berlín y posteriormente en el Festival Internacional de Cine de Morelia, Olmo marca el regreso del consagrado cineasta mexicano Fernando Eimbcke, quien, tras una década de silencio, parece completar su transición hacia las filas del cine internacional, presentando una mirada que aún reclama su lugar dentro del cine nacional, pese a llevar ya incrustado el filtro condescendiente del norte.
El Festival Internacional de Cine de Morelia de este año estuvo marcado por el regreso de directores como Paula Markovitch, David Pablos, Rigoberto Perezcano y Fernando Eimbcke. Resulta especialmente notable el caso de estos dos últimos, quienes llevaban doce años sin filmar, tras coincidir en 2013 con sus respectivas obras Carmín tropical y Club Sándwich. Ambos regresan ahora al FICM con Los amantes se despiden con la mirada y Olmo, dos películas que, pese a ser la tercera y cuarta en sus filmografías, se sienten como óperas primas, en el peor sentido posible, y, en el caso de Eimbcke, distantes del trabajo de su director, a pesar de continuar su misma línea temática.
Olmo sigue la vida del niño homónimo de 14 años en Nueva Jersey. Vive con su padre enfermo de cáncer, a quien cuida junto con su hermana, mientras su madre dobla turnos en un restaurante para llegar a fin de mes. Aun así, Olmo y su amigo Miguel buscan constantemente escapar de la casa, intentando impresionar a su vecina Nina.
La historia retoma los temas habituales de Eimbcke: historias de crecimiento adolescente. Sin embargo, al observar la evolución de sus tres películas anteriores, Temporada de patos (2004), Lake Tahoe (2008) y Club Sándwich (2013), puede rastrearse el camino que lo llevó a este despropósito fílmico.
En su ópera prima, Temporada de patos, Eimbcke situaba su historia casi por completo en el interior de un departamento de la Unidad Habitacional Nonoalco-Tlatelolco. Ese espacio le confería un subtexto que trascendía la tiranía cotidiana de la vecina entrometida, los padres ausentes, el apagón y el mortal aburrimiento de Flama y Moko, para extenderse hacia una lectura de represión y de paisajes urbanos que guardan consigo la memoria de la masacre de 1968 y el terremoto de 1985.Además del marcado acento prehispánico de las ruinas que conviven con el fallido proyecto modernizador del Estado mexicano de Díaz Ordaz y De la Madrid.
Los personajes son herederos de esa época. Flama y Moko, ambos con padres ausentes, el primero marcado por la descomposición del matrimonio de sus progenitores, se alejan de las narrativas de defensa del Estado, la familia y el progreso que guiaron el siglo XX mexicano. Su vecina Rita, que irrumpe en el departamento para hornear un pastel, encarna una muy similar forma de soledad: una mujer que debe celebrarse su cumpleaños a sí misma porque su familia la ha olvidado. Finalmente está Ulises, el repartidor de pizzas, cuya amistad con los jóvenes revela la precariedad laboral que enfrenta, obligado a trabajar pese a su sueño de ser veterinario para cuidar de su tía abuela enferma. La familia y el Estado no figuran; el progreso es una fachada, una promesa incumplida, un proyecto fallido.
Este discurso ha llevado a investigadores como Samuel Steinberg, en Re-cinema: Hauntology of 1968, a afirmar, muy a la ligera, que Temporada de patos es en cierto sentido la misma película que Rojo amanecer. Si bien esa lectura es exagerada, se alimenta de las claras intenciones políticas y simbólicas de Eimbcke. No por nada, tras los créditos, aparece el texto: “Como Juan Díaz Bordenave y Eduardo Galeano, la producción sigue creyendo, contra toda evidencia, que los patos unidos jamás serán vencidos”.
Ulises lo dice con otras palabras durante la película: explica que los patos vuelan en formación en V, intercambiando posiciones para evitar el cansancio y sostener el vuelo, siempre apoyándose unos a otros. Por eso, hacia el final, los personajes encuentran una pequeña utopía personal al interior del cuadro: habitan el paisaje donde vuelan los patos, hallando ahí el valor para despedirse, para rebelarse contra su jefe, para aceptar el vacío. No hay una línea hacía al progreso, no hay solución al sufrimiento y abandono; solo un respiro individual, un escape momentáneo ante la maquinaria asfixiante del capital.
La ópera prima de Eimbcke, además de su riqueza intertextual, fue visual y estéticamente propositiva. Su fotografía monocromática remitía al cine independiente estadounidense, especialmente al de Jim Jarmusch; la cámara exploraba perspectivas inusuales como si mirara a los protagonistas desde el interior del televisor, del horno o del refrigerador, o como si fuésemos uno de los patos del cuadro que da título al filme, observando a los adolescentes desde la esquina de la sala. Las solemnes panorámicas de la plaza de Tlatelolco y los edificios habitacionales que abren la cinta contrastan con la alegre canción “O Pato” de Natalia y La Forquetina que se torna en silencio total.
Para sus siguientes películas, aquello se perdió. Los títulos en inglés ya anunciaban lo previamente descrito: una suerte de formalidad, de homogeneización con el autor industrial que engalana los festivales de cine norteamericanos y europeos. Aquella primera obra, que le hiciera ganar 11 premios Ariel y conquistar el reflector nacional, se mantenía apenas en el estilo minimalista de Lake Tahoe (2008), sostenido en la interpolación de planos negros, los prolongados planos abiertos y el escaso movimiento de cámara. La cinta, nuevamente protagonizada por Diego Cataño y escrita junto con Paula Markovitch, conservaba todavía algo de la frescura y humor contenidos de Temporada de patos, aunque ya insinuaba una tendencia hacia el foco internacional que definiría su cine posterior.
En Club Sándwich (2013) esa fórmula se perfeccionó y el reconocimiento no tardó en llegar con la Concha de Plata a mejor dirección en el Festival de San Sebastián. El título, de nuevo en inglés, parecía más un gancho para el espectador internacional. El director alemán Christian Petzold, en Afire (2023), parece hacer un chiste de este tipo de anglicismos: su protagonista, un escritor literario insufrible, es constantemente ridiculizado por el título de su segunda novela, que comparte nombre con la película de Eimbcke. La coincidencia resulta irónica pues, tanto el personaje ficticio como el Eimbcke real, quedan atrapados en su propia autoimportancia, cegados por un ego desmedido que les impide advertir la banalidad de su gesto.
En Olmo se produce una transformación radical. Se asoma lo que Carlos Monsiváis, en su crónica del concierto de The Doors en 1969, llamó “la primera generación de estadounidenses nacidos en México”. Eimbcke parece reclamar aquí su lugar en una cuarta o quinta generación.
Su protagonista se comunica únicamente en inglés, incluso frente a familiares y amigos que lo rodean y se expresan en español. Esa elección lingüística, más que un gesto natural de su personaje, parece subrayar una distancia cultural, el desarraigo como marca de identidad, pero también como signo de aspiración. Del personaje pero de también de su director.
La secuencia inicial deja clara la dirección de la película: un sueño húmedo del adolescente que imagina atraer la mirada de su vecina mientras levanta pesas en el patio, para luego tener su primera vez con ella en la parte trasera de un automóvil. Todo está filmado con la estética pulida, los filtros pastel y las miradas coquetas de un videoclip.
El resto de la película mantiene ese tono. Estéticamente, Olmo no se diferencia demasiado de un video musical de Little Jesus o Caloncho: personajes con ropa ochentera, patines y radiocasetes que se lanzan a bailar en repetidas escenas, apelando a una nostalgia prefabricada. Imitando así la reciente tendencia de producciones fílmicas y televisivas de plataformas de streaming como Stranger Things o mexicanas como Nadie nos va a extrañar o Tengo que morir todas las noches.
La película repite una fórmula norteamericana aprendida, rehace una trama juvenil tantas veces vista. La del joven que se escapa de casa para salir de fiesta y conquistar a la vecina, aquí convertida en objeto de deseo y anhelo sexual, como la típica “chica popular” de cualquier filme de televisión por cable.
El cáncer del padre se convierte en una carga compartida. La de la esposa, que siente atracción por un compañero de trabajo pero se sabe atada al marido enfermo; y la de Olmo y su hermana, que desean salir con sus amigos y vivir su juventud sin tener que cuidarlo. A diferencia de Temporada de patos, donde las ataduras familiares y sociales también oprimían a los protagonistas, pero hallaban en aquella “temporada de patos” una utopía efímera, una pausa ficcional, aunque no por eso menos liberadora que una real, aquí la película no puede concluir sino con el trillado y cursi abrazo familiar.
Los objetos, en Olmo, son solo eso. Su dimensión es meramente utilitaria, regida por la misma lógica instrumental que organiza las relaciones en la sociedad del capital. El radio, leitmotiv del relato y eje de la convivencia familiar, es la excusa que permite a Olmo, Miguel y el padre, Néstor, compartir un momento juntos mientras lo reparan, aunque para el adolescente representa sobre todo la oportunidad de perder la virginidad con Nina. El asador es también lo único que motiva la visita de Julio, el hermano de Néstor, en la peor etapa del cáncer; no para acompañarlo, sino porque el objeto simboliza para él las parrilladas con sus amigos. Y el automóvil, mientras para la madre es un instrumento de trabajo, para los adolescentes se convierte en vehículo literal y simbólico del deseo, la manera de captar la atención de la vecina. Es ahí donde Olmo se sueña siendo desvirgado.
El cuadro de los patos en vuelo de su ópera prima, además de los significados ya comentados y los que Ulises externa, es también un comentario sobre la libertad, la migración, las raíces y la identidad. El hecho de que sea desde ahí, desde la mirada del cuadro, que la cámara observa a Flama y Moko en muchas ocasiones, habla de la subjetividad y de cuestionar la mirada; un cuestionamiento que se vuelve aún más valioso frente a los encuadres inusuales desde los cuales Eimbcke filma el interior de un departamento que bien pudo ser refugio durante la masacre o campo de tiro de estudiantes.
En Olmo, en cambio, pese a situar su historia del otro lado de la frontera y estrenarse en uno de los momentos más represivos y violentos contra la comunidad latina en Estados Unidos, entre deportaciones masivas, desapariciones forzadas y las redadas de ICE, Eimbcke no tiene nada que decir. Se limita a llevar a buen y complaciente término su historia. Una que puede darse el lujo de regodearse en su paso por festivales como Berlín, Londres o Sídney, y de contar con el respaldo de productores como Jeremy Kleiner, Dede Gardner, Michel Franco y Brad Pitt.
Olmo parece la evolución lógica de un cineasta que ha hecho todo por adaptar los códigos del contenido norteamericano a su obra, subordinándose a los recursos narrativos que dominan tanto el cine comercial como las plataformas digitales. Como muchas otras producciones nacionales recientes, dígase Adolfo, de Sofía Auza; Corina, de Urzula Barba; Hopfner o El club perfecto, de Ricardo Castro, su forma busca integrarse a ese lenguaje global del entretenimiento. Y, como en ellas, el reconocimiento no ha tardado en llegar. Eimbcke lo ha vivido desde Berlín hasta Morelia.
Sin embargo, como toda producción concebida para homogeneizarse en el mercado norteamericano, parece encaminada al mismo destino: perderse entre la maraña del streaming o sobrevivir apenas como fragmentos aislados en redes sociales, en forma de edits que reproducen, con perfecta ironía, la misma estética de videoclip que la película imita.







